Historia de los Pactantes Escoceses
Por J. C. McFeeters
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Capitulo 11
Los Guardias Avanzando - 1630 d. C.
El rey Jacobo VI continuó su lucha contra el Presbiterianismo hasta su muerte. Esto ocurrió el 27 de marzo de 1625. Su amargo odio crecía mientras que avanzaba en años, empleando todos los medios para doblegar a los Covenanters [Pactantes] y reducirlos bajo sumisión. Se mantuvieron firmes como un muro de fuego entre el rey y su abrigada ambición de gobernar soberanamente la Iglesia y el Estado. Él determinó derribar ese muro y apagar ese fuego.
El Presbiterianismo Pactante siempre se ha mantenido firme para defender la libertad, la conciencia, la instrucción, el progreso, y la hombría distinguida, resistiendo a todo tirano y opresor. El Presbiterianismo reconoce como la gloria suprema del hombre, su relación con Dios, a todos los hombres iguales, sujetos a su gobierno y responsables ante su trono; todos sujetos bajo ley a Dios y bajo ley a ningún hombre, excepto en Cristo. El Presbiterianismo honra a cada hombre honesto como un verdadero rey, investido con una majestad natural, coronado con dignidad propia, y elevado por encima del puesto común del más alto monarca de la tierra. Con todo, el Presbiterianismo sostiene a todos los gobernantes legítimos como ministros de Dios, y a toda persona se le impone toda sumisión en el Señor.
En el principio de 1625, mientras que la nieve aún cubría las montañas en blanco, el símbolo de pureza moral y bondad, el rey planeaba severamente rebajar y corromper a las mejores personas en sus dominios. El dio órdenes para celebrar la Pascua con una celebración de la Santa Cena de acuerdo a los Artículos de Perth, mientras que profería una pena severa contra todos los que no cumpliesen. El decreto no se pudo llevar a cabo, pues el Señor vino repentinamente sobre el infeliz monarca, diciéndole, «Esta noche vienen a pedirte tu alma». La Pascua vino con sus vientos suaves y sus capullos frescos, con sus arroyos melodiosos y sus recodos floridos, pero rey Jacob no estaba allí; el Juez lo había llamado, la muerte lo había conquistado, el sepulcro lo había tragado; su miserable vida fue cortada en menos de sesenta años de edad; y después de la muerte, la eternidad; una larga, larga eternidad.
Su hijo, Carlos I, heredó el turbulento reino, los principios despóticos, y la terquedad obstinada del padre. El joven monarca comenzó su reinado respirando amenazas contra los Covenanters. Con todo el Señor de muchas maneras fortaleció su pueblo. Les dio por este tiempo algunos servicios de comunión notables y temporadas inolvidables de refrigerio. Se compadeció de ellos pues se acercaban fuegos de pruebas que probarían su fe hasta lo máximo. Para prepararlos por los tiempos de prueba los condujo al monte de su tierno socorro y les dio otro privilegio inolvidable de renovar su Pacto.
John Livingston, un distinguido ministro de Jesucristo, fue de gran servicio a la Iglesia para este tiempo. Él predicó a Cristo y sus verdades atacadas con poder y resultados sorprendentes. Se sostuvo firme en el poder y majestad del Príncipe de los pastores y alimentó al rebaño que se le dio a su cuidado. Este rebaño era muy numeroso. Las multitudes se reunían a su alrededor para esperar la Palabra de sus labios; la iglesia no podía sostenerlas. Dios le dio a la gente hambre espiritual que los trajo de lejos; vinieron por las colinas y a través de los valles, concurriendo al lugar de adoración como las palomas que vuelan a sus ventanas. Viajaban solemnemente de sus hogares a la Casa de Dios, en la calma del verano y en las tormentas del invierno. Venían en el rocío de la mañana y se quedaban hasta el anochecer que los protegía. Hombres y mujeres, viejo y jóvenes, se reunían alrededor de este hombre de Dios que administraba consuelo, fortaleza, y vida eterna, a través de Jesucristo, con un poder y gracia admirables a sus almas agitadas.
Nuestro servicio de comunión que tenemos los lunes se originó con el Sr. Livingston. El sacramento de la Cena del Señor había sido administrado a una congregación grande. La predicación y el servir las mesas de comunión ocupaban el largo Día de Reposo de verano. Era el 20 de junio de 1630. La congregación había venido con sus almas elevadas a Dios en oración; la iglesia no era bastante grande para sostener a la gente, y el patio de la iglesia fue llenado de devotos adoradores. Se sentaron sobre la hierba como los millares que fueron alimentados por Cristo en los días pasados. El viento suave soplaba sobre ellos donde se le antojaba, y el Espíritu Santo, también, vino con un poder misterioso; la enorme asamblea fue profundamente conmovida. El largo Día de Reposo fue seguido por una noche corta. Llego el lunes, y la gente, habiendo sido profundamente afectada por los servicios del día anterior, se encontraban temprano otra vez en los contornos. Sentían que no podrían separarse sin tener otro día de adoración - un día de acción de gracias al Señor por las manifestaciones maravillosas de su amor en sus ordenanzas de la Santa Cena. El Sr. Livingston sintió una impuesta necesidad predicar, y ese día resulto ser el gran día del banquete espiritual. Un temor reverente extraordinario descendió sobre el predicador y sus oyentes; el Espíritu Santo obraba maravillosamente, derritiendo los corazones de la inmensa congregación y llenándolos de consuelo, de fortaleza, y de agradecimiento.
El Sr. Livingston y su congregación rehusaron someterse a los «Artículos de Perth.» Un gran número de otros ministros y de sus iglesias de igual manera rehusaron. El rey se determinó obligarlos a una sumisión forzada al autorizar un «Libro del culto pública», llamado la Liturgia. El 23 de julio de 1637, fue el día designado para introducirse. ¡Un intento de forzar un tipo de adoración sobre presbiterianos escoceses! Ningún otro experimento podía ser más peligroso para el rey; era una imprudencia que llegaba a los límites de la locura. La misma noticia produjo un ensanchamiento subterráneo, por ejemplo, cuando se avecina un terremoto moral. Murmuraciones, quejidos, amenazas, presentimientos tenebrosos sacudían a la nación. Éstas cosas eran simplemente los vientos que vienen antes de una tormenta.
El día para poner a prueba la Liturgia llegó. La atención se concentraba principalmente sobre la Iglesia de St. Giles en Edimburgo. El enorme auditorio fue lleno de presbiterianos que estaban acostumbrados adorar a Dios en la manera sencilla y solemne de los apóstoles. El suspenso que precedía el servicio era doloroso. Cada corazón palpitaba rápidamente, emociones reprimidas estaban en el sumo acaloramiento, la atmósfera estaba electrificante, nadie podría decir donde el punto culminante aparecería primero. Finalmente el decano se puso de pie en el púlpito ante la mirada fija de su audiencia insultada. Abrió el nuevo libro y comenzó. Eso fue suficiente, la chispa toco la pólvora, la explosión fue repentina. Jean Geddes, una mujer cuyo nombre se guarda como algo precioso en la historia, y cuyo banquillo (que usaba para sentarse) se encuentra como recuerdo en el museo, - Jean, impulsada por un estallido de indignación, saltó de su asiento y arrojó su banquillo a la cabeza del decano, gritando con una voz alta, «Malvado, ¿te atreves a venir a decir misa en mi tierra?» El hecho imprevisto actuó como una señal; toda la congregación pronto se halló en un alboroto; el decano huyó y el servicio vino a una conclusión indecorosa.
La indignación se manifestó asimismo en muchos otros lugares en ese Día de Reposo. En la Iglesia de Greyfriars, había profundos sollozos, llantos amargos, y lamentaciones de dolor. En todo el reino la agitación era intensa. La sangre escocesa fue despertada; el rey había ultrajado los sentimientos más sagrados del pueblo. Celebraron reuniones, imploraban a Dios, y presentaron al rey una petición. El rey contestó a su petición, como Roboam, con una insolencia vociferante. Los Covenanters no fueron intimidados, su determinada resistencia era contagiosa conmoviendo a grandes comunidades, y despertando el interés nacional; el Espíritu Santo obraba poderosamente en multitudes. Tres días después de que la respuesta arrogante del rey había sido recibida, una procesión, incluyendo veinticuatro nobles, cien ministros, y grupos de delegados de sesenta y seis iglesias, marchaban audazmente a Edimburgo para que se cumpliera su petición por una demostración de fuerza combinada, con la cual ni aún el rey podía jugar.
¿Acaso los hijos de estos Covenanters aprecian hoy día el valor y el poder de la verdad? ¿Acaso los fundamentos principales del reino de Jesucristo se han encarnado en nuestras vidas? ¿Acaso las doctrinas del Verbo hecho carne circulan en la sangre, palpitan en el corazón, relampaguean en la mirada, hacen eco en la voz, e invisten a toda la persona con fuerza y dignidad? ¿Es acaso el Pacto de estos antepasados un vínculo viviente que liga a la generación presente con Dios, a través del cual Su poder, amor, pureza, vida, ternura, y gloria desciende sobre nosotros en corrientes continuas de refrigerio? Cuando sea así, nuestra misión en la tierra será cumplida, nuestro trabajo en la Iglesia será bendecido, nuestro testimonio para el Señor será poderoso, y nuestros esfuerzos de ganar otros para Cristo serán fructíferos.
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Capitulo 12
Reuniendo las Huestes - 1637 d. C.
«¿Quién es ésta que se muestra como el alba, hermosa como la luna, esclarecida como el sol, imponente como ejércitos en orden?» ¡Qué cuadro tan hermoso y llamativo de la Iglesia en su carácter y servicio militantes!
¡Imponente como ejércitos en orden! La Iglesia es poderosa para derribar las fortalezas de Satanás; poderosa para el uso de armas espirituales; invencible en la presencia de sus enemigos. Ella pelea las batallas de su Señor, y aunque derrotada a menudo, se mueve firme hacia delante confiada de la victoria final. ¡Cuán imponente es su milicia a la vista de los enemigos! ¡Cuán admirable es a los ojos del cielo!
La primera demostración impresionante de los números, del poder, y de la resolución, dada por la iglesia de Escocia, fue en 1637. El rey y sus consejeros habían procurado imponer a la fuerza sobre los presbiterianos el «Libro nuevo de oración» contra su voluntad. El intento fue tan alocado como despótico. Tan igual el rey hubiera intentado cambiar el bullicio del mar o el curso de las estrellas. La conciencia escocesa, iluminada por la Palabra de Dios, fortalecida por el Pacto, y dirigida por el Espíritu Santo, era como el duro pedernal de Escocia, sobre el cual las tormentas pasan con su fuerza pero sin ningún efecto.
Para oponerse al propósito del rey, los presbiterianos llegaron a la capital de todas las direcciones. Dejaron el hogar y sus rebaños en el cuidado de la madre y de los niños, y las cosechas estaban blancas para la siega en el caliente sol de septiembre. [Pero] la libertad de la Iglesia era el interés supremo que agitaba la sangre de estos hombres. Llenaron las calles de Edimburgo; miles se movían determinada y irresistiblemente a través de las principales carreteras de esa ciudad conmovida. No había confusión, ésta no era una turba. Éstos eran hombres de juicio sano, de propósito, de oración, y de paz; sabían cuales eran sus derechos e inspiraban respeto. Cargaban sus Biblias para demostrar su autoridad. La resolución brillaba desde el rostro de los ancianos y destellaba desde los ojos los jóvenes estando juntos de lado a lado. Sus adversarios fueron sobrecogidos con temor e hicieron promesas conciliadoras. Los Covenanters, por consiguiente se retiraron.
Las promesas pronto fueron rotas. Un mes más tarde, un nuevo intento por el rey y sus consejeros para pisotear el derecho dado por el cielo para adorar a Dios con una conciencia libre batió el país. Los firmantes del Pacto (Covenanters) estaban alerta, ellos no fueron sorprendidos dormitando. Ellos concentraron su fuerza sobre la capital de la nación una vez más, y esta vez con una velocidad que sorprendió el gobierno. Su número era más que antes; centenares de ministros, y centenares de nobles, con delegaciones fuertes de ancianos de muchas congregaciones se reunieron para la ocasión. El concurso vasto de personas era demasiado poco manejable reunirse en un lugar; por lo tanto se dividieron en cuatro secciones, cada cual en su propia dirección. Tuvieron reuniones para oración y consulta, tomando profundamente en cuenta los peligros que se aproximaban sobre su Iglesia, sobre sus hogares, y sobre sus personas. Ellos prepararon peticiones para ser presentadas al rey. Una vez más recibieron la certeza de alivio, y calladamente volvieron a sus hogares.
Los meses pasaban lentamente. El templado mes de septiembre había visto el país muy agitado; el productivo mes de octubre había presenciado la reaparición y el aumento de medidas violentas; noviembre ahora había llegado, así frío con tempestades de aguanieve, como amargado por la falsedad del hombre y el intento cruel para aplastar la conciencia. Esfuerzos más intensos otra vez estaban en marcha por el rey y por los que lo apoyaban en su reclamo de supremacía sobre la Iglesia y su autoridad para regular su adoración. Los firmantes del Pacto (Covenanters) fueron informados, y por tercera vez los caminos concurriendo sobre Edimburgo fueron llenos de sus ejércitos intrépidos. Vinieron a pie, en caballos, y en carretas; ancianos con cabellos blancos y jóvenes con nervios de hierro; ministros y ancianos, nobles y gente común. Estos eran hombres que fueron exaltados para concertar Pacto con el Todopoderoso; habían probado la dulzura de la libertad de los hijos de Dios; habían sentido el poder del Espíritu Santo latiendo en sus corazones; habían tenido visiones del REY DE REYES en Su gloria trascendente. Habían venido con una resolución - a saber, que Jesucristo no puede ser suplantado por el rey de Escocia en el gobierno de la Iglesia. Acudieron a la capital en corrientes fuertes y vivas, hasta que la ciudad casi se inundaba con su número. Los funcionarios del rey fueron alarmados. Fingiendo un espíritu de valentía, ordenaron alejarse bajo pena de rebelión a los firmantes del Pacto (Covenanters). Los Covenanters, conociendo sus derechos y fuerza, rehusaron hacerlo. Después de preparar una petición respetuosa al rey, y una protesta fuerte contra las injusticias que sufrían, eligieron una delegación permanente de dieciséis hombres para quedarse en la capital, a fin de proteger sus intereses y darles aviso cuándo se presentase peligro.
El año nuevo acarreó en su pecho el problema viejo. Las tempestades de medio invierno dirigieron los rebaños al redil y el pastor a su choza; los campos descansaron del trabajo, aguardando la venida del verano; pero las hostilidades contra la Iglesia Presbiteriana no tomaban descanso. El Concilio del rey fue transpuesto de Edimburgo a Stirling; desde allí pensaron infligir una sorpresa aplastadora sobre los Covenanters. Las noticias de este intento se extendieron, como si fuese, en las alas de un relámpago. Un día fue suficiente para dar la alarma. Los Covenanters eran civiles armados para prestar servicio, con el corazón de un león, con ojos de águila, y con pies rápidos para salir al llamado de la batalla. Antes que el sol calentase, la mañana después de las noticias, los Covenanters habían llenado la ciudad de Stirling. Las autoridades de la ciudad viendo su fuerza, les rogaron mansamente que se dispersasen y volviesen a casa. Estos Covenanters eran pacientes, sufridos, llenos de amor, que creían todas las cosas, y que esperaban todas las cosas. Al recibir la promesa de mejor tratamiento, se dispersaron tan pronto como habían venido. Rehusaron salir de Edimburgo cuando los amenazaron; consintieron salir de Stirling cuando se les pidió. ¡He aquí el espíritu de estos Presbiteriano Pactantes!
Pero ninguna confianza se podría colocar en el rey ni en sus representantes. La tierra fue en gran manera perturbada por la maldad de sus gobernantes. Una ola de tumulto seguía a otra; no había paz, ni seguridad, y ni tranquilidad. Eran muchos los corazones fatigados que clamaban, «¿Hasta cuando, O Señor?»
Los Covenanters vieron que el rey estaba determinado para aplastar su Iglesia. La Asamblea General no se había reunido en veinte años; ese tribunal de la Casa de Dios había sido pisoteado por la fuerza bruta del despotismo; los tribunales menores habían sido corrompidos; el rey se había resuelto en trastornar todo. ¿Acaso no serían rendidos pronto ministros y ancianos por los intensos é incesantes ataques? El mar está rugiendo, las ondas están bramando, ¿se sumergirá el presbiterianismo? ¿Se hundirá en el fondo la supremacía de Jesucristo? Corazones fuertes se estremecen; mucha oración sube al cielo; de púlpitos fieles apelaciones fervientes ascienden a Dios. ¿Cuál será el fin de estas cosas? ¿Acaso no hay remedio? «¿No hay bálsamo en Gilead? ¿No hay médico allí?» ¿Deberán estos hombres enérgicos inclinarse a la voluntad del tirano y ver su Iglesia reducida a esclavitud? Había grandes exámenes de corazón.
«¡Los Pactos! ¡Los Pactos!»
Esto ha sido repetido muchas veces como la voz de alerta de Escocia en las penas de congoja. Los Pactos han sido la gloria y fuerza de la Iglesia en el pasado; ¿no serán la seguridad y estabilidad para la Iglesia en el presente? Tal era el pensamiento que latía en muchos corazones en este momento crítico. El Espíritu Santo mismo ahora se investía con Henderson, con Warriston, con Argyle, y con otros príncipes de Dios, preparándolos para dirigir la Iglesia en la renovación de su Pacto con Dios.
El derecho para adorar a Dios de acuerdo a la libertad de conciencia cuando la conciencia es hecha libre por el Espíritu e iluminada por la Palabra, debe ser guardado celosamente. Cada intento para introducir invenciones de hombre en el servicio y culto de la iglesia se debe resistir arduamente. Cada innovación en la adoración de Dios hace violencia a los sentimientos más sensibles y sagrados del corazón humano, y es un reproche a la sabiduría del Señor Jesucristo, que ha establecido todos los servicios de Su Casa con el máximo cuidado y precisión. Si los padres Pactantes protestaron resueltamente contra un Libro de Oración fabricado por hombres, ¿qué habrían hecho ellos en la aparición del programa de un púlpito moderno de música y de himnos?
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Capitulo 13
Renovando el Pacto - 1638 d. C.
El rey Carlos creía en el derecho divino de reyes para gobernar, y los presbiterianos creían en el derecho eterno de Cristo para gobernar a reyes. Las dos creencias no se podían reconciliar; de aquí brotaba el gran combate. Los ataques contra el presbiterianismo vinieron en una sucesión rápida y con violencia creciente. Los firmantes del Pacto (Covenanters) resistieron rigurosamente los ataques. La nación parecía estar al borde de una guerra civil.
Los Covenanters principales vieron en la nube de guerra, aquello que ojos ciegos no podían ver - a saber, la mano del Señor alzada contra la nación. Henderson, Rutherford, Dickson, y otros de mente penetrante descubrieron la causa moral de los problemas y se estremecían por su patria. El Señor estaba ejecutando juicio contra el pecado. La ira divina caía sobre el pueblo. El juicio había comenzado en la Casa de Dios, la Iglesia. El Rey de Justicia ceñía Su espada en Su muslo para entrar en acción. ¿Quién podrá sostenerse cuando se levante en ira para vindicar Sus propios derechos de Rey? Estos hombres temían a Dios y temblaban ante Su palabra.
Un día de humillación y de ayuno se ordenó, muchos se reunieron para orar. Había exámenes profundos de corazón seguidas por punzadas de conciencia y clamores pidiendo misericordia. Dios dio una manifestación alarmante del pecado. La apostasía de la Iglesia y la hipocresía de la nación parecían llenar el cielo con llamas espeluznantes de venganza divina. Los Pactos anteriores habían sido rotos; el juramento había sido profanado, las obligaciones se negaban, los castigos se desafiaban; el Señor había sido provocado para derramar Su ira sobre la nación. El día de ajustar cuentas parecía haber llegado. El sentido de culpa y el peso de la ira divina agobiaban y doblegaban a muchas almas. Un deseo supremo parecía prevalecer – a saber, levantarse y volverse a El, de quien tan profunda y vergonzosamente se habían rebelado.
«¡Los Pactos! ¡Los Pactos!»
Esto era ahora el grito nacional. Los Pactos han sido siempre la esperanza de Escocia, su fuerza, y su gloria. El grito salió de casa a casa, de iglesia a iglesia, de la tierra al cielo. Estaba en los labios y en las oraciones de hombres, mujeres, y niños. La esperanza revivía, el entusiasmo se extendió como llamas, la nación fue preparada rápidamente para los honores altos que la aguardaban. ¡El pueblo en grandes números fue encendido con una pasión para renovar su Pacto con Dios!
El Espíritu Santo cayó poderosamente sobre muchos, causando que una inundación de vida espiritual barriera el país. Los Covenanters principales fueron dotados con sabiduría y valor para dirigir el entusiasmo sagrado por el canal correcto. Tenía que ser guiada por acción adecuada para ofrecer uso, y conservarla para generaciones venideras, o su fuerza y capacidad pronto se perderían. En el Día de Reposo, 25 de febrero de 1638, los ministros predicaron sobre el tema de concertar Pactos. El día siguiente el pueblo se reunió en sus iglesias respectivas y recibieron la noticia que, el siguiente miércoles, su Pacto con Dios se renovaría en Edimburgo. El anuncio tocó una cuerda sensible. El país fue agitado muy temprano en la mañana del día designado. Indudablemente muchos habían pasado la noche anterior con el Señor Jesucristo en oración. Mientras las estrellas aún brillaban, muchos hogares, podemos estar seguros, fueron convocados alrededor del altar familiar, para que el padre bendijese su casa y se apurase a Edimburgo. Los delegados que habían sido designados para dirigir al pueblo en renovar el Pacto estaban ya presentes al amanecer.
El Pacto de 1581 se escogió para la ocasión presente. Dos generaciones habían pasado desde que ese acuerdo solemne había elevado el reino en la relación más santa e íntima con Dios. Casi todos los padres Pactantes de ese acontecimiento habían terminado su testimonio y se habían ido; sólo aquí y allá una voz patriarcal se oía hablar de aquel día y el acto solemnes. Los nietos habían perdido mucho del fervor, del poder, del propósito, del entusiasmo sacrosanto, del terror de la majestad de Dios, de la comunión con Jesucristo, y de los arrobamientos en el Espíritu Santo - habían perdido muchas de las bendiciones innumerables e indecibles que descienden del Pacto firme hecho con Dios y mantenido por sus padres. Cincuenta y siete años habían pasado y muchos cambios habían ocurrido. Henderson, por mandato, añadió al Pacto lo que era necesario para hacerlo aplicable a sus tiempos.
El Espíritu Santo vino con gran poder sobre miles y sobre decenas de miles en esa mañana llena de acontecimientos; el día estaba trayendo las mejores bendiciones del cielo a la Iglesia y a la nación. Todavía era invierno; pero ni caminos congelados, ni la nieve que se derretía, ni nubes amenazantes, ni vientos cortantes, podían detener a las personas. Muchos hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, ya se hallaban a buena distancia en camino antes de que el sol hubiera ablandado el aire áspero. Vinieron a pie y en caballos, en coches y en carretas, por valles, sobre montañas, por carreteras y caminos, entrando a la jubilosa ciudad por todas las direcciones como ríos de vida apasionada. Se ha estimado que sesenta mil vinieron ese día para tomar parte en la renovación del Pacto, o para dar apoyo e influencia al acto solemne. Para estas personas enérgicas el invierno había terminado, aunque el mes de febrero continuaba; el tiempo del canto de las aves había llegado, aunque la tierra estaba vestida en su manto de nieve. El invierno había perdido su rigor sobre estos Covenanters; sus mejillas estaban rojas, pero no tanto por los fríos torbellinos del invierno sino por una excitación sacrosanta. Para ellos era un día de verano.
En la hora designada, la Iglesia de Greyfriars y su cementerio estaban llenos «con los mejores, los más sobrios, y los más sabios hijos e hijas de Escocia.» Alexander Henderson estableció la reunión con oración. Sus palabras serias se sintieron profundamente, parecía que traían al Señor de la gloria fuera de cielo. El Conde de Loudon dio un discurso solemne, apelando a Aquel que escudriña los corazones. Archibald Johnston desenrolló el vasto pergamino y leyó el Pacto con una voz clara. Después hubo silencio - un silencio espantoso durante el cual el Espíritu Santo estaba haciendo una gran obra en todos los presentes. El Conde de Rothes rompió el silencio con unas pocas palabras apropiadas. Otro silencio solemne resultó, mientras que todo ojo aguardaba para el próximo acto en el programa sublime. El Pacto estaba listo para ser firmado. ¿Qué nombre tendrá el honor de dirigir la lista en ese pergamino blanco? Por fin el Conde de Sutherland, un anciano mayor, con mucha reverencia y emoción, dio un paso hacia adelante y tomando la pluma con una mano temblorosa firmó su nombre. Otros le siguieron rápidamente. El corazón acompañaba la firma; aún la sangre se comprometía con la tinta, el Pacto era de por vida hasta la muerte. Cuándo todos en la iglesia habían firmado, el pergamino fue llevado al cementerio y colocado en una lápida plana, donde personas fuera agregaban nombre tras nombre hasta no hubo lugar, no, ni siquiera para una inicial. La escena era impresionante que sobre pasa toda descripción; el pueblo se ofreció a sí mismo con buena voluntad al Señor. Muchos escribían con lágrimas cegadoras y con palpitaciones del corazón; algunos agregaban las palabras, «Hasta la muerte»; algunos sacaban sangre de sus propias venas como tinta. Entre tanto que el sol se movía al oeste en el cielo frío, levantaron la mano derecha al Dios Todopoderoso, el que escudriña los corazones, juramentándole una lealtad con la solemnidad del juramento más sagrado. En verdad este fue el día más grande de Escocia. La Iglesia ahora se podía llamar Hephzibah ('mi deleite en ella'), y la tierra, Beulah ('desposada'). Emmanuel es el nombre de su Señor del Pacto. «¡Gloria, gloria, en la tierra de Emmanuel!»
La tarde se acercaba; las demostraciones avivadas de ese día lleno de acontecimientos, como un glorioso atardecer, se derretían; pero el Pacto, en toda su santidad, en su sustancia, en sus obligaciones, y en su fuerza, permanecía para el día siguiente, y el día siguiente, y para la próxima generación, y todas generaciones venideras. Así fue renovado el Pacto Nacional de Escocia en 1638.
Que los hijos de éstos Covenanters no olviden ni tengan un concepto insignificante de la herencia y de las obligaciones de su Pacto. ¡Cuán grande honor! Recuerden la responsabilidad, no se alejen del vínculo. La relación con el Señor Jesucristo por medio de los Pactos de los padres carga a sus descendientes con enormes obligaciones, los dota con bendiciones abundantes, se les confía con el bienestar de generaciones venideras, se les corona con altos honores, y los trae a juicio para dar cuenta por todas estas ventajas y obligaciones. Que los hijos de los Covenanters pongan atención no sea que se olviden de los deberes, pierdan las bendiciones, se demuestren a sí mismos inconfiables, y pisoteen su corona celestial en el polvo. Que teman no sea que siendo exaltados al cielo sean arrojados al infierno. Los Pactos de los padres ligan a los hijos.
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Capitulo 14
Los Firmantes del Pacto (Covenanters) Trabajando - 1638 d. C.
El miércoles, febrero 28 de 1638, fue uno de los días más grandes de Escocia. Ninguna victoria en cualquier campo de batalla es más digna de honores de aniversario. Ninguno cumpleaños de estadista o de guerrero, ningún descubrimiento en ciencia ni en geografía, ningún logro en la civilización antigua ni moderna, tiene mayor derecho a una celebración anual. El acontecimiento notable de ese día es la marca ilustre de verdadera grandeza y de esplendor moral en la vida nacional; nada lo sobrepasa en la historia mundial.
Cuando la tarde se acercaba, la vasta multitud que se había congregado en Edimburgo se disipó. Los negocios sublimes en que se habían ocupado los habían sobrecogido con temor reverente; la sombra del Todopoderoso se había extendido sobre ellos, la gloria del cielo había descendido sobre ellos, y, siendo llenos con la paz de Dios y el gozo inefable en el Espíritu Santo, habían venido y se habían vuelto a sus hogares. Las estrellas de nuevo salían mientras muchos aún viajaban, pero la gran luz que cayó sobre ellos era la gloria del Señor, mientras que llevaban los recuerdos admirables del día en sus corazones. Cada latido del corazón tenía la solemnidad de un voto, de una oración, de un canto de alabanza, de un salmo de la acción de gracias. Qué acto de adoración devota estaría presente en esos hogares esa noche cuando los padres narraban la historia conmovedora de lo que ocurrió en la Iglesia de Greyfriars y sobre el Pacto.
Dentro de un poco tiempo que los delegados habían llegado a sus respectivas iglesias, en las cuales repetían la renovación de su Pacto con Dios. Las personas fueron profundamente conmovidas, el Espíritu Santo cayó sobre ellas. El interés llegó a ser intenso; los fuegos se volvieron llamas; una pasión concerniente al Pacto barrió el reino; el entusiasmo no conocía límites. El Pacto fue estudiado, aceptado, y firmado por ministros y magistrados, por hombres y mujeres, por ancianos y jóvenes, a través de las cuatro partes del reino. Había una voz que retumbaba a través de la nación, como la «voz de una gran multitud, y como el estruendo de muchas aguas, y como la voz de grandes truenos poderoso, que decía, ¡Aleluya, porque el Señor Dios Todopoderoso reina Omnipotente!» El Señor Jesucristo fue glorificado en Su pueblo, honrado por Su Iglesia, y exaltado supremamente sobre el monarca más arrogante de la nación.
Mas el Pacto tenía sus enemigos; pero aparentemente eran pocos y por un tiempo permanecieron muy callados. Estos anti-pactantes se pusieron al lado del rey en su esfuerzo para introducir clandestinamente el gobierno prelatico sobre el pueblo. A estos el rey recompensaba con promociones políticas. Hasta ahora ellos habían reclamado para si mismos tener la mayoría y por lo tanto asumían el derecho de gobernar sobre los presbiterianos. Pero el año del Jubileo había llegado; el Pacto proclamaba «libertad a través de la nación a todo habitante que en ella estaba.» Este Pacto con Dios daba a conocer al pueblo su dignidad, sus privilegios, sus derechos, su poder, y su libertad en Jesucristo, el Rey de Reyes y Señor de Señores. En esa luz que descendió como la gloria del cielo sobre Escocia, el Episcopado dio a conocer su verdadero vigor, o más bien su debilidad; en comparación con el Presbiterianismo, el Episcopado era una simple facción.
El rey Carlos gobernaba a Escocia desde su trono en Londres. Los Covenanters eran sus súbditos más leales, fieles a él en todo principio de verdad y de rectitud; sin embargo de ninguna manera permitirían que él asumiera los derechos de Jesucristo sin su protesta más intensa. Se apresuraron a Londres para informar al rey sobre el Pacto; pero también sus adversarios mandaron delegados con la misma rapidez. Ambos lados trataron de ganarse al rey. Como era de suponerse, los Covenanters fallaron. El rey estaba sumamente furioso. Señaló el Pacto como traición y a los Covenanters como traidores. «Moriré,» dijo él, «antes de otorgar sus impertinentes demandas; deben ser aplastados; acábenlos con fuego y con espada.»
El rey designó el Marqués de Hamilton para representar la majestad del rey en Escocia y para subyugar a los Covenanters. Hamilton aceptó la comisión y emprendió sobre su tarea estupenda. El fue autorizado para engañar y traicionar, detener y ejecutar, para fingir amistad y hacer guerra - en una palabra, ejercer poder a su propio antojo; la manera en que se hiciese no se preguntaría siempre y cuando los Covenanters fuesen dominados.
Hamilton anunció el 19 de junio su intención para entrar en Edimburgo, como alto delegado del rey. En menos de cuatro meses anteriores, el Pacto se había renovado en esa ciudad entre arrebatos de júbilo; ¿ahora deberá ser pisoteado en el polvo? Los efectos del Pacto habían caído sobre el reino como lloviznas de primavera que saturan el país con cantos y con flores; ¿se deberá marchitar la gloria antes de que el fruto se madure? El día señalado para la llegada del delegado fue perfecto. El sol brillante, el cielo claro, el mar azul, los campos verdes, las colinas púrpuras, los vientos suaves, las flores fragantes, las aves melodiosas - todo se unía para hacer la llegada del delegado del rey una cosa placentera. La naturaleza estaba en su traje más alegre.
El camino escogido para su viaje a la ciudad yacía a lo largo de la playa. Entró en un coche majestuoso. Su vestido oficial era esplendido e imponente. Sus compañeros lo siguieron, mientras que una guardia militar fuerte agregaba dignidad y un matiz de terror a la procesión. Era el día de gran honor para Hamilton. El arrogante mar con sus ondas batía su bienvenida; los vientos reposados revoloteaban el emblema nacional de muchas ventanas; la ciudad estaba alegremente decorada. Los partidarios del rey habían hecho su mejor parte para la ocasión, pero los Covenanters a todos habían sobrepasado.
Los Covenanters de ninguna manera ignoraban el poder y propósito de Hamilton; sin embargo lo reconocían como el representante del rey, y por lo tanto le rendirían la debida honra. Ellos eran sinceramente leales. Ninguna mancha de traición se había mezclado jamás en su sangre. Ellos se determinaron a dar al delegado cada oportunidad para cumplir con su deber como gobernante, sin embargo estaban listos para resistirle si hacía algún mal. Vinieron a la ciudad en ejército; su número se estimaba como a sesenta mil. Llenaban el camino por el cuál Hamilton pasaría, cubrían las laderas con caras serias, alzaban sus bonetes en respeto sincero al delegado, y elevaban sus voces en oración a favor del rey y de su país. Cuándo Hamilton vio la sinceridad cordial del pueblo, a quien venía a aplastar, lloró.
Los Covenanters habían pedido dos cosas: una Asamblea General libre y un Parlamento. La Iglesia debe tener lo primero; la nación debe tener lo segundo. El delegado, en el nombre del rey, negó las dos cosas. El rey Jacobo había abolido la Asamblea General en 1618; ninguna se había llevado a cabo en veinte años. Los Covenanters, desafiando la ira de rey y la autoridad del delegado, designaron una reunión de ministros y ancianos para llevarse a cabo en Glasgow, el 21 de noviembre de 1638, cinco meses en adelante, para reorganizar la Asamblea General. Una nube de guerra de repente oscureció el cielo. Si la ira de rey hubiese sido el relámpago, sobre el lugar de reunión hubiera caído; pero su furor era impotente.
Cuándo llegó el día para reorganizar la Asamblea General, los delegados de las iglesias Pactantes estaban allí presentes. La casa fue llena con hombres capaces, fervientes y resueltos, verdaderos siervos del Señor Jesucristo. Habían venido en Su nombre cuando los llamo para hacer Su obra. Cada uno respiraba profundamente un espíritu de la reverencia; sentían la presencia de Dios; una dignidad sacrosanta descansaba sobre cada frente. Habían venido en el poder del Señor y estaban listos así para cumplir con su deber como para esperar sus consecuencias.
Hamilton con sus amigos también se presentó. Inmediatamente éste comenzó la obra de obstrucción. Alexander Henderson fue escogido como moderador, y Archibald Johnston, conocido también como Lord Warriston, como secretario; ambos habían participado activamente en la renovación del Pacto. Hamilton hizo ciertas demandas, las cuales todas se le negaron. Entonces procuró disolver la reunión pero falló. En una tempestad de enojo y con amenazas enérgicas se retiró, dejando la Asamblea para que siguiese su propio curso. ¿Podríamos imaginarnos un valor más sublime del que estos Covenanters exhibieron al mantenerse fieles a su deber, a sus convicciones y principios, mientras que defendían su Pacto y el honor de Jesucristo, ante la ira del rey? La Asamblea continuó con sus sesiones por un mes. El trabajo era maravilloso, y fue hecho cabalmente. La Iglesia fue limpiada, el ministerio fue purificado, la verdadera adoración fue restaurada, y decretos se adoptaron para la protección de la religión Reformada. Después de pronunciar la bendición final, el moderador dijo, «Ahora hemos derribado los muros de Jericó; que cualquiera que los reedifique tenga cuidado de la maldición de Hiel de Betel».
Observemos cómo estos antiguos arriesgaron sus vidas para defender la soberanía de Jesucristo. ¡Qué devoción, qué valor, qué sacrificio! ¡Qué esplendor moral tan majestuoso de esas vidas, elevadas en el servicio de Cristo por encima de todo temor de los hombres! ¡Ellos sentían profundamente la presencia y el poder del Espíritu Santo que les daba sabiduría, paz, gozo, y triunfo, en sus tareas! ¡Si tuviésemos nosotros la misma virtud del Espíritu de Dios, ciertamente la obra del Señor prosperaría en nuestras manos! Que Dios nos la conceda.
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Capitulo 15
El Rey Levanta Guerra - 1639 d. C.
El año de nuestro Señor, 1638, elevó a la Iglesia Pactante a una alta prominencia y poder. El Pacto, al principio del año, y la Asamblea General a los finales, fueron los logros que surgieron en sublimidad y esplendor moral como montañas, y todos los meses de este año, llenos frescura espiritual, eran como tierras cubiertas con la gloria del Señor, y siendo sacudidas como el Líbano con fruto próspero. «Y la luz de la luna será como la luz del sol, y la luz del sol siete veces mayor, como la luz de siete días».
Durante los próximos diez años la Iglesia experimentó un crecimiento rápido. El Pacto siempre parecía dar a la Iglesia cerca de diez años de prosperidad extraordinaria. El Espíritu Santo descendió en poder, multiplicando grandemente el ministerio y la membresía. Congregaciones nuevas aparecieron en pueblos y en regiones, siendo pastoreadas por ministros fieles. La verdadera religión - que traía paz, consuelo, y alegría - entró en los hogares del pueblo y allí se recogió con ellos. Las melodías de gozo y de salud se oían en sus moradas. El altar familiar transformó la casa más humilde en el Lugar Santísimo donde Dios presidía en Su Trono de Misericordia, y la familia más humilde era un real sacerdocio que ministraba a Dios en el nombre del Señor Jesús.
Sin embargo, durante todo este tiempo la Iglesia padecía violencia. Se había vuelto el blanco apropiado sobre la cuál Satanás concentró el fuego de su más prolongada artillería. Un ataque violento proseguía a otro con una perversidad malévola. Las puertas del infierno se abrieron de par en par y las inundaciones se estrellaban violentamente contra ella; pero ella estaba fundada sobre una Roca, y esa Roca era Cristo. Ella estaba en unión con el Señor. Su pueblo estaba firme en su Pacto que concertaron con Él; estaban unidos, llenos de fe y del Espíritu Santo; por lo tanto las penas resultaron sólo en su crecimiento.
Cuándo el rey oyó que la Asamblea General estaba en sesión - lo cual era contrario a su voluntad y actuaba directamente en contra de su decreto - se llenó de ira. Habiendo enviado a Hamilton para emplear estratagemas y engaños, y así ganar tiempo, reunió un ejército de casi cincuenta mil hombres, con los cuales castigaría a los Covenanters. También envió una flotilla para cooperar con las fuerzas armadas. Una sumisión absoluta estaba determinada. Estas personas deberían ser despojadas de derechos de conciencia, de libertad, y de religión - de todo aquello que es lo más sagrado al corazón humano. El ejército se acerca. Los hombres, mujeres, y niños deben sentir el peso de los cascos de los caballos y botas de los soldados, sólo por el hecho de haberse unido a sí mismos al Señor en un Pacto, y están viviendo la vida de fe en el Hijo de Dios.
Los Covenanters no se desanimaban, sin embargo vacilaban en aceptar la guerra. ¿Sería correcto levantarse en armas contra el gobierno? ¿Deberían presentarse contra su rey en batalla? ¿Deberían emplear las armas carnales, e involucrarse en el derramamiento de sangre? Tales preguntas agobiaban sus corazones. Reflexionaban, oraban, y ayunaban, a fin de llegar a una decisión hecha en el temor de Dios. Finalmente se resolvieron a hacer su defensa por la fuerza de armas. Su causa era justa. Asuntos de gran peso estaban de por medio; su Pacto con Dios, la supremacía de Jesucristo, la independencia de la Iglesia, la libertad de conciencia, la pureza de la adoración Divina, los derechos de ciudadanía, la herencia de generaciones futuras, el progreso de la civilización cristiana - todo esto rogaba defensa de parte de los Covenanters. El clarín de guerra sonó, y los hijos robustos del Pacto pronto respondieron.
El general Alexander Leslie estaba al frente del ejército Covenanters. El dirigió sus fuerzas con avances rápidos para encontrar al rey. Tropas amigables se unieron con él por el camino de todas partes de Escocia hasta que su ejército llegaba a 24,000 hombres. Se presentaron como una armada formidable. Estos soldados del Pacto marchaban hacia la victoria o hacia la muerte. El valor en sus semblantes y la firmeza de sus pasos expresaban un propósito indomable. Hacia adelante se extendían estas tropas resolutas. Cada día se acercaban más y más a las huestes reales que probarían su fuerza. El panorama era intrigante; allí estaban las filas tenaces de la infantería, los soldados de a caballo ceñidos con sus espadas, los cañoneros fornidos, y los estandartes flotantes. El canto de los Salmos resonaba por las colinas en los tiempos de adoración por la mañana y por la tarde. Muy bien el rey Carlos podía haberse detenido antes de atacar este ejército de Dios.
Un día los Covenanters, de cierta altura, divisaron su enemigo a una distancia de seis millas. El general Leslie se detuvo, poniendo en orden sus tropas mientras que confrontaba el enemigo. Allí se preparó para la acción. Cuarenta piezas de cañón se extendieron por la cumbre del cerro; los hombres con fusiles y espadas fueron colocados en la ladera y por la llanura amplia. El campamento presentó una apariencia excepcional en las operaciones de guerra. En la puerta de la carpa de cada capitán la enseña del Pacto estaba desplegada. En el estandarte estaba escrito en letras de oro el lema conmovedor:
«POR EL PACTO Y LA CORONA DE CRISTO»
Mientras que la bandera era sacudida por los vientos suaves del verano, aquellos hombres fueron recordados de la causa sagrada que amaban más que a sus propias vidas. Un capellán del más alto carácter fue asignado a cada escuadrón. Cada mañana y cada tarde los hombres eran convocados por el sonido de los tambores para la adoración de su Dios. Tales eran los Covenanters mientras que esperaban en la presencia de sus enemigos la lucha sangrienta. Cuántas veces cantaron el Salmo 3, el 27, y el 72, no lo sabemos. Los Salmos eran la médula de león con que se alimentaron estos héroes intrépidos con corazón de león.
Los Covenanters no querían dar combate; simplemente estaban en la defensiva. Ellos amaban la paz y la añoraban. Se estremecían ante el horror de una guerra civil y la evitarían del todo si estuviese dentro de su poder. Mandaron una embajada pidiendo una conferencia. El rey, conociendo el espíritu y el poder de los hombres con quienes tenía que tratar, aceptó. Durante las negociaciones para la paz, el rey vacilaba en otorgar a los Covenanters sus demandas. Estos no aceptarían nada menos que una Asamblea General y un Parlamento libre. Pero el rey no iba a ceder. El Gen. Leslie contestó al anunciar su intención de avanzar su ejército dentro del alcance de tiro del campamento del rey. Este persuadió al rey a ponerse de acuerdo, y un tratado de paz se ratificó, por medio del cual los Covenanters recibieron, en papel, todo lo que demandaron. Los Covenanters regresaron a sus hogares regocijándose en su Señor del Pacto, que les había dado la victoria sin derramar sangre, y en sus hogares su profunda gratitud se elevaba a Dios en sus servicios de adoración de las mañanas y las tardes.
El pueblo continuó firme en su Pacto, disfrutando los derechos y privilegios de los hijos de Dios por un tiempo. El Señor derramó sobre ellos sus bendiciones. Su crecimiento en poder y números fue maravilloso. De nuevo el rey volvió alarmarse. Se determinó emprender otra guerra una vez más, y dentro de un año se hallaba por delante de otro ejército, determinado a debilitar los Covenanters y subyugarlos bajo su voluntad déspota.
Estos padres Pactantes nada renunciarían en que el honor de la Iglesia y la gloria de Cristo estuviesen involucrados. Ellos eran muy celosos con respecto a toda obligación moral y verdad espiritual. Ellos poseían convicciones, conciencia, inteligencia, y temor de Dios, por eso se atrevían luchar por lo que era correcto. Ellos se distinguían como pilares de granito de columnas de ladrillo, y no fueron confundidos. Ellos sabían que el polvo del oro era oro, y por eso también protegían tanto el polvo como las barras; ellos no sacrificaban nada. ¿No podemos obtener nosotros una lección aquí que hará palpitar el corazón y hacer arder las mejillas, entre tanto que contemplamos la fidelidad y el heroísmo de estos antepasados Covenanters?
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Capitulo 16
El Pacto y la Liga Solemne - 1643 d. C.
El Pacto y la Liga Solemne tocan una tierna cuerda en el corazón de cada verdadero Covenanters. Es el 'solitario' de un estadista; una preciosa joya de ley internacional, sola y única; no hay nada como ello en el mundo. El marco histórico de esta piedra lustre es muy interesantísima. ¿De cuál mina brotó este diamante inestimable? ¿De quién fue la habilidad que tan admirablemente lo cortó y lo pulió? ¿De quién fue la mano que lo plantó en su propia envoltura histórica? Tales preguntas son dignas de pensamiento serio y profundo.
La agitada guerra del rey Carlos contra los Covenanters, en 1639, no le trajo honor alguno. Aventajado en el campo de batalla, dominado en diplomacia, y completamente derrotado en sus propósitos, regresó a Londres en gran manera humillado. La jornada fue larga y cansada, aun viajando en su majestuoso carruaje y con los caballos más veloces por delante, pues iba enfadado por su fracaso de subyugar los Covenanters. En su palacio tampoco encontró alivio, sus residencias magnificas no le trajeron descanso. Estaba obsesionado sobre su infortunio hasta que su corazón terminó amargado y su sangre se mezcló con ácido; un espíritu maligno extendía sobre él sus alas tenebrosas. Había fracasado en sus operaciones militares; los Covenanters habían sido más fuertes e independientes que hasta ahora; sus amistades prelaticas [de la iglesia anglicana] estaban abatidas con su tratado de paz; su poder para tiranizar la consciencia del pueblo estaba disminuyendo. Tales pensamientos carcomían su cerebro y estropeaban su tranquilidad mental. Con el tiempo se volvió antipático, miserable y atormentado. Fue este temperamento incontrolable y déspota que lo precipitó a una segunda guerra con estos Covenanters a quienes aborrecía totalmente.
Los Covenanters, aún con todo, eran verdaderamente leales a su rey. Su lealtad era sacrificial y de altos principios, y sin embargo al mismo tiempo discreta. Estos se ligaron asimismo por su Pacto ser leales a su rey y a su patria. El Pacto reconocía al rey y al pueblo como iguales ante la ley de Dios, como súbditos del gobierno moral de Jesucristo. Mientras que él mantuviese su lugar apropiado y ejerciese un régimen legítimo, ellos lo apoyarían aún hasta el punto de que su sangre fuese derramada y ellos privados de sus posesiones. Tal era su juramento de lealtad, y se conservó con un sagrado cuidado. Pero ellos resistieron su autoridad en el punto donde él procuró aplastar la conciencia, regir la Iglesia, y usurpar los derechos prerrogativas del Señor Jesucristo, quien es REY DE REYES. Allí trazaron la línea, y la trazaron bien clara, para que todo el mundo lo viese, y el rey más ciego se detuviere, meditare, y no pasare más allá. Allí declararon su solemne protesta con la Biblia en una mano y la espada en la otra. A tales usurpaciones y abusos sobre sus derechos y libertades, y sobre el honor y supremacía de Jesucristo, le hicieron frente en el campo de batalla, cuándo medidas pacíficas habían fallado. Ellos no estimaron su vida preciosa, mientras que estos valores estaban en juego.
El rey en esta segunda ocasión reunió a un ejército de veintiún mil hombres - todo lo que él entonces podía reunir - y se apresuró para castigar a los Covenanters. Para este momento no era capaz de agrupar el ejército de Inglaterra; ese reino no le tenía ninguna simpatía con esta su iniciativa. Su voluntad arrogante y sus medidas arbitrarias habían enajenado la fuerza de Inglaterra de su apoyo. El Parlamento inglés era como un volcán estremecedor, listo para estallar y convertir su trono en ruinas. Una revolución de la monarquía [del rey] contra la democracia [Parlamento] se extendía sobre la tierra como una onda de marea.
Los Covenanters, como siempre amando la paz y aborreciendo la guerra, habían agotado toda medida honorable para evitar un conflicto con su rey en el campo de batalla. Sus esfuerzos sin embargo habiendo fallado, de nuevo el llamado a las armas resonaba por sus pacíficos valles solitarios y sobre sus colinas de pedernal. El pastor de nuevo dejó su rebaño, el mercader cerró su negocio, el labrador dejo libre sus yuntas, y el ministro se despidió de su pueblo para seguir el sendero centelleante de la guerra. Otra vez la bandera se desplegó a favor de la CORONA de CRISTO Y del PACTO; los dobleces sedosos de este estandarte se elevaron para ser golpeados por los vientos; las letras doradas y el lema sagrado destellaban sobre los ojos de hombres que estaban dispuestos a seguir donde los llevase. El General Leslie de nuevo era el que dirigía. Cruzó valerosamente el río Tweed y se apresuró para combatir con el rey en terreno inglés. Después que los ejércitos se habían acercado los unos a los otros, proseguía el silencio usual antes de la batalla. Las tropas de los Pactantes, agrupados bajo sus banderas y brillando con sus armas y armadura en el sol brillante de agosto, aterrorizaron una vez más el corazón del rey. El temía encontrarse con este océano de valor vivo y ardiente, descargando sus ondas en su propio terreno. El vio, como en la primera ocasión, que un tratado era la mejor parte de valentía y ofreció la paz. Una vez que los términos fueron acordados, los Covenanters volvieron a sus hogares, sin saber hasta cuando duraría la paz.
Inglaterra, también, por este tiempo se vio agitada mucho. Estaba haciendo un esfuerzo desesperado para despojarse del amargo despotismo del rey Carlos. El espíritu de progreso, de entendimiento, y de libertad agitaba profundamente al pueblo; ansiaban para alcanzar una vida más sublime y más noble. Las inmensas posibilidades de superación y dicha los llenaban con visiones de mejores cosas, y con el tiempo se volvían impacientes en su propósito para obtener libertad. Una servidumbre continua a un tirano despiadado llegó a ser intolerable.
Había indignación pública igualmente contra la Prelacía, pues por ella el rey era motivado y sostenido. En el ámbito nacional la rebelión fue de monarquía a la democracia: en el ámbito eclesiástico, fue del Episcopado al Presbiterianismo. El rey, como cabeza de la Iglesia Episcopal, no sólo ejercía jurisdicción sobre ella, pero también la usaba como un instrumento para imponer su voluntad déspota sobre el pueblo. El rey montó su caballo de guerra una vez más. Esta vez eran ingleses contra ingleses. Ejércitos poderosos fueron congregados en cada lado. Por cuatro largos años una guerra civil barrió el desdichado reino, la victoria asentándose por turnos en los lados opuestos. Esto era una guerra del Parlamento contra el rey, régimen británico contra régimen brutal, humanidad contra despotismo. Escocia observaba la lucha de su compañero reino con el interés más profundo. Por un lado, estaba apegada su rey, a pesar de su terquedad; por otro, estaba comprometida con los principios involucrados, inclusive la independencia de la Iglesia.
Mientras la nube de guerra se expandía, el Parlamento inglés envió una delegación a Escocia para consultar con los Covenanters con la esperanza de recibir ayuda. La pregunta fue confiada a una Comisión Conjunta. Los debates fueron profundos y de grandes consecuencias; los hombres en el concilio consistían de entre los mejores y los más sabios de los dos reinos. Examinaron los intereses de gran importancia involucrados en la inminente guerra, que finalmente trastornaron Inglaterra y que humedecieron su tierra con sangre de hermanos. La libertad de ambos reinos, el progreso del Evangelio, la pureza de religión, la independencia de la Iglesia, la herencia de los Pactos, el movimiento progresivo del Cristianismo - sin duda, sus propios hogares, posesiones, libertades, y vidas - todo estaba en juego en una crisis que oscurecía la tierra. Estos hombres se volvieron a Dios en oración para confrontar la tarea que agobiaba sus corazones y que probaba su sabiduría.
Peligros - como nubes tempestuosas que acarrean destrucción - también aumentaban alrededor de Escocia así como en Inglaterra. El rey planeaba restaurar y establecer la Prelacía escocesa; aún aguardaba abrirse camino y entrar en manera victoriosa a Edimburgo; había alquilado un ejército de diez mil hombres para invadir Escocia; había observado con aparente satisfacción, no diremos su aprobación, la matanza de doscientos mil protestantes en Irlanda por los papistas [católico-romanos]. Tales eran las condiciones en ambos reinos, que estos consejeros tuvieron que confrontar. Oscuros fueron los días cuando esta Comisión Conjunta estaba en sesión. Escocia fue acosada por enemigos internos, Inglaterra fue trastornada por disputas espantosas, y la pobre Irlanda yacía en sangre de mil heridas. Pero, he aquí, había un grupo de hombres cuyos corazones se extendían a Dios pidiendo de El consejo, y que fueron preparados para confrontar la situación. Ellos sabían cómo echar mano del brazo Omnipotente y obtener ayuda del cielo. Tenían acceso al Trono Eterno, y pudieron convocar los carruajes y ángeles de Dios, y llenar las montañas con ejércitos que, aunque invisibles a ojos mortales, eran invencibles en la presencia de todas las huestes del rey, y de todas las legiones de Satanás. Escuchemos el grito que sube de esa Cámara del Concilio- «Los Pactos! ¡Los Pactos!»
Escocia tuvo un sendero trillado al monte de Dios, llevándola al Pacto como siempre disponible. De nuevo ella escala las alturas, y trayendo esta vez a sus dos hermanas temblorosas, Inglaterra e Irlanda, por la mano. Y allí, en la cumbre de la montaña donde la gloria del Señor resplandece como el sol en su fuerza, los tres reinos, Escocia, Inglaterra, e Irlanda, entran en EL PACTO Y LA LIGA SOLEMNE.
Apreciaríamos más nuestros privilegios de Pactantes, si consideráramos con más cuidado las dificultades que nuestros antepasados vencieron para alcanzar las cumbres del Pacto. Cuidémonos no sea que, como herederos insensatos que derrochan la riqueza de su padre, malgastemos nuestra herencia, que es más preciosa que el oro, y más inestimable que la vida.
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Capitulo 17
Ideales Sublimes por los Padres Pactantes - 1643 d. C.
El Pacto y la Liga Solemne de Escocia, Inglaterra, e Irlanda son el punto culminante en el progreso moral de naciones. Pero los torrentes de la gloria Divina, que entonces cubrieron estos tres reinos, rápidamente menguó y desde entonces ha permanecido muy por debajo de ese sello visible. Dios honró estas naciones con el privilegio más grande concedido a una sociedad civil, y los trajo a la más bienaventurada relación consigo mismo. Pero ellos tuvieron muy en poco tal favor y se rebelaron contra el Pacto. El, por tanto, escondió Su rostro, retirando su ayuda y protección que ellos aceptaban con tanta gratitud en medio de las aflicciones, pero que rechazaban engañosamente cuándo les volvía la prosperidad. La recaída los hundió de repente en condiciones espantosas de anarquía, opresión, y derramamientos torrenciales de sangre, que continuaron casi por un medio siglo.
El Pacto de los tres reinos, aunque breve en su efecto benéfico, fue de valor inmenso al mundo. Como la estrella de la mañana, anunció la venida de un día resplandeciente a todas naciones. La estrella puede estar oculta por nubes espesas, pero por el sol no fallará en salir. Este Pacto se mantiene en pie como una prenda de la condición final de todas las naciones que señala hacia el camino de las alturas resplandecientes del favor de Dios, y que advierte contra el pecado agravante de romper nuestra relación con el Señor. Fue el primer toque de trompeta que un día anunciará la sumisión de los reinos del mundo al Señor Jesucristo.
Los padres escoceses consideraron evidentemente la unión Pactante como la relación normal que existe entre Dios y el hombre, entre Dios y la Iglesia, entre Dios y todas las naciones. Cualquier cosa menos que esto era, en su consideración, deficiente, imperfecta, indigna, peligrosa, desastrosa al hombre, y ofensiva a Dios. Ellos amaban su Pacto, acudían a él en tiempos de peligro como palomas a las hendiduras de las rocas, reprochándose a sí mismos por considerar tan bajo este privilegio inestimable.
Estos Covenanters tomaron su posición en el trono del Señor Jesús, y contemplaron con una delicia exuberante Sus muchas coronas y la magnificencia de Su reino. Su vasto horizonte abarcaba cielo y tierra, el tiempo y la eternidad, Dios y el hombre. En sus ojos los asuntos de este mundo eran secundarios, mientras que los intereses de la Iglesia cobraban proporciones importantísimas.
El sublime ideal para las naciones albergado por los Covenanters de Escocia con dificultad será sobrepasado mientras que el mundo perdure. El Señor les dio una visión de lo que su país debe ser: iluminado con el Evangelio, gobernado con justicia, protegido por el Dios Omnipotente, adornado con iglesias, una escuela en cada parroquia, y un colegio en cada ciudad. La nación en esa visión fue desposada con el Señor - Beulah [desposada] era su nombre. Toda inmoralidad destructora había huido, todos los males públicos habían sido desarraigados. Los cielos rociaban su beneficencia, la tierra impartía su fruto, los negocios eran prósperos, los ejércitos eran victoriosos, los gobernantes eran ministros de Dios, los hogares estaban llenos de paz y abundancia, y resonaban con melodías de alabanza. Tal era su concepción de la bienaventurada nación cuyo Dios es el Señor.
Todo esto estaba incorporado en el Pacto y la Liga Solemne. Analizando este pacto internacional hallamos que expresa o implica lo siguiente:
Las naciones se originan con Dios, dependen en Su voluntad, están sujetas a Su autoridad, y son responsables ante Su trono.
Están puestas bajo Jesucristo para ser empleadas por El para la gloria de Dios el Padre.
El fin principal del Gobierno Civil es de suprimir la maldad y promover justicia, y así preparar camino para la venida del reino de nuestro Señor.
Los gobernantes civiles son ministros de Dios, y como tales, deben servir al Señor Jesucristo al proteger la religión verdadera.
Los gobernantes civiles deben interesarse en la unión de las Iglesias, en la Doctrina, en la Adoración, en la Disciplina, y en el Gobierno eclesiástico, según las Escrituras.
El Gobierno civil debe suprimir en la Iglesia y en el Estado toda característica de la sociedad que sea abiertamente criminal o públicamente injuriosa.
Las personas deben entrar en un Pacto solemne con sus gobernantes y con Dios, para colocarse a sí mismos y sus posesiones a la disposición para sostener el gobierno en su trabajo legítimo.
La nación que guarda el Pacto con Dios morará en seguridad, crecerá en poder, y gozará prosperidad duradera.
Tal era el Pacto y la Liga Solemne.
¿Han tenido alguna vez los principios del gobierno Civil una declaración tan franca y heroica, tan sublime y perfecta, tan ennoblecedora al hombre y honorable a Dios? Estos principios no eran los destellos de una imaginación acalorada; estos principios eran prácticos. Los padres Pactantes los bajaban al nivel de la práctica. Estas naciones los incorporaron. El tiempo era corto, pero lo suficiente para dar una prueba.
¡Qué dignidad descansa en el Estado que está unido en relación federal y leal con el imperio del Señor Jesucristo! ¡Cuán grande la seguridad y la excelencia del gobierno que permanece bajo el estandarte de Cristo! ¡Cuán poderoso y feliz el pueblo que es exaltado al favor del cielo por un Pacto que liga a Dios y al hombre! Tal era el ideal albergado por los padres escoceses; y por un esfuerzo abnegado heroico, elevaron los tres reinos a alturas nunca antes transitadas. Estas naciones captaron vislumbres de la gloria celestial, bañadas por un tiempo en resplandor, gustaron la dulzura del banquete, respiraron el aire refrescante, luego retrocedieron. Por la perfidia y falsedad del hombre la visión fue quebrantada y el ideal destruido.
Nos estremecemos ante la pérdida contraída por estos reinos en su alejamiento de su Pacto. ¿Cuál hubiera sido su eminencia entre las naciones si las condiciones del Pacto se hubieran cumplido? ¿Cuál hubiera sido su poder y prestigio si al guardar su Pacto, hubieran sido protegidos en los último dos siglos y medio de los estragos del ron [licor] y de Roma, de la anarquía y tiranía, de la violencia de hombres sin escrúpulos y de la ira del Señor que provocaron? ¡Qué numerosa hubiera sido su posteridad! ¡Qué campos fructíferos! ¡Qué riqueza abundante! ¡Qué prosperidad industrial! ¡Qué instituciones educativas! ¡Qué progreso incomparable! ¡Qué recursos inagotables para el desarrollo dentro de la nación como los logros en el exterior! Disfrutar del milenio glorioso doscientos y cincuenta años adelante del resto del mundo -qué hubiera hecho para las Islas Británicas tal comienzo, sobrepasa la imaginación.
Irlanda dominada por los sacerdotes fracasó porque en aquel momento su sangre más noble empapaba las raíces de sus praderas verdes; la masacre de sus protestantes por los católico-romanos la había dejado postrada. Inglaterra desganada fracasó porque la traición y la perfidia acechaban sus filas desde del principio. ¡Pero Escocia! Ah, Escocia, ¿por qué dudaste? ¿Por qué volvisteis la espalda, O hijos de los poderosos, que ni carecíais ni arcos ni otras armas? Héroes del Pacto, ¿por qué desmayasteis en el día de la batalla? Avergüénzate Escocia. Los lugares altos del campo, donde una vez el estandarte para la Corona y Pacto de Cristo ondeaba triunfantemente, testifica contra tu traición y perfidia.
Pero el Estándar desplegado por los Covenanters de Escocia no ha sido abandonado enteramente. Un grupo fiel de soldados de Cristo se mantiene todavía debajo de sus dobleces ondeantes. Pocos, sin embargo indomables, no han rendido terreno. Allí resisten, día y noche, los ataques del mundo, de la carne, y del diablo. Su posición se ridiculiza como poco práctica; ellos son amargados por el fuego de desertores; son asaltados por los argumentos de estadistas; son reprochados por sus propios hermanos; son bombardeados por las más pesadas armas de Satanás. Mil voces gritan, «Abandonad vuestra posición ilusoria. Bajad; hombres del Pacto, bajad». Pero la respuesta regresa con voces resueltas, «No lo haremos; no podemos hacerlo». Estas alturas de justicia una vez fueron escaladas por tres reinos; ellos aún volverán al Señor y renovaran su Pacto, guiando a otras naciones en la misma procesión triunfal. Ellos vienen; ellos vienen. «Te alabarán, Oh Jehová, todos los reyes de la tierra, porque han oído los dichos de tu boca; y cantarán de los caminos de Jehová, porque la gloria de Jehová es grande» (Sal. 138:4,5).
Alexander Henderson, que escribió el Pacto y la Liga Solemne, demostró en eso habilidad de la orden más alta de estadista. Grandes hombres son escasos cuando los comparamos con Henderson. Wellington, Nelson, Howard, Gladstone, y Livingstone; éstos forman una constelación brillante; pero Henderson brilla como una estrella de amanecer. El marcó el ritmo para los estadistas futuros, que aún llevarían a las naciones a Dios por un Pacto y colocar la corona de homenaje nacional en la cabeza de Jesucristo.
El Covenanters que se mantiene fiel a su Pacto es el patriota más verdadero. El servicio más grande que puede rendirse al país es la presentación del ideal de Dios para las naciones.
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Capitulo 18
La Asamblea de Westminster - 1643 d. C.
La Iglesia Pactante se halla en gran manera endeudada a la Asamblea de Westminster, por sus magníficas contribuciones a la religión Reformada. Las Iglesias presbiterianas de cada nombre han cosechado cosechas ricas de la semilla sembrada por esta Asamblea.
Nada ha contribuido más, si se exceptúan los Pactos, para darle a la Iglesia Pactante decisión, estabilidad, permanencia, ánimo, y fuerza robusta, que las fórmulas superlativas de verdad producidas por esta Asamblea ilustre. Nuestra herencia recibida de sus manos debería despertar nuestra admiración por estos hombres y nuestro interés en su trabajo.
ORIGEN.
Esta Asamblea llegó a existir en tiempos extraordinarios y para un propósito notable. Inglaterra fue acosada a un punto de llegar a la desesperación por el despotismo del Rey Carlos. Como rey de esa nación y cabeza de la Iglesia Episcopal, procuró suprimir la libertad y conquistar la conciencia. Chocó con su Parlamento en Londres. Un gran despertar se había esparcido de repente sobre toda Inglaterra. Nuevas ideas de vida enardecieron al pueblo, y surgieron en la majestad de sus derechos propios para cumplir sus ideales. La acción y la reacción llegaron a ser terribles. El rey y el Parlamento llamaron a sus ejércitos cada uno contra el otro. Inglaterra se hundió en una guerra civil horrible. El Parlamento, apercibiendo que el Episcopado era el baluarte de la tiranía del rey y hostil a los intereses del pueblo, procuró abolir ese sistema de gobierno de la Iglesia. Pero este acto destructivo necesitó un trabajo constructivo. Por consiguiente el Parlamento, por una ordenanza, creó una Asamblea para «establecer el Gobierno y la Liturgia de la Iglesia anglicana».
El CARACTER DE LOS MIEMBROS.
La ordenanza estipulaba para una Asamblea de «teólogos eruditos, piadosos y prudentes.» El poeta inglés Milton, aunque no les tenía simpatía a su trabajo, la llamó «La Asamblea Selecta.» Baxter, otro desaprobador contemporáneo, dijo, «que en su juicio el mundo, desde los días de los apóstoles, nunca ha tenido un Sínodo de teólogos más excelentes que estos y que el Sínodo de Dort.» La evidencia abundante certifica que en el Vestíbulo de Westminster, en aquellos tiempos fue vista una combinación extraordinaria de talento original, de erudición clásica, de conciencia santificada, de iluminación espiritual, y de devoción a la verdad tal como se revela en la Palabra de Dios.
MATRICULACION.
El número completo de los miembros era 174, de los cuales 142 eran ministros, y 32 ancianos. De este número, cuatro ministros y dos ancianos eran miembros de una comisión de Escocia. La delegación escocesa de teólogos era de hombres poderosos en las Escrituras y poderosos en el debate. Su influencia para esclarecer las verdades de la Escritura, y de esta manera llevar a la Asamblea a conclusiones correctas, se sintió profundamente y se reconoció cordialmente. Rehusaron tomar parte como miembros regulares de la Asamblea, solo contentos con la posición más humilde de miembros consultivos. No llegarían a ser responsables por incorporación, personal ni representativamente, de los dictámenes de una Asamblea escogida y erigida por el Parlamento. Estos ministros escoceses forman una constelación brillante; que sus nombres sean escritos en mayúsculas:
ALEXANDER HENDERSON
GEORGE GILLESPIE
SAMUEL RUTHERFORD
ROBERT BAILLIE
«Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas a perpetua eternidad.» Los ancianos escoceses eran John Maitland y Archibald Johnston. Maitland, años después, renunció el Pacto y llegó a ser un enemigo poderoso de los Covenanters.
ORGANIZACION.
La Asamblea se reunió según a la convocación, el 1 de julio de 1643, en la Iglesia de Westminster. El Dr. William Twisse, Presidente, predicó el sermón de apertura tomado de la promesa preciosa de Cristo, «No os dejaré huérfanos». Estas palabras eran como manzanas de oro con figuras de plata, en aquellos tiempos de confusión triste. Una semana después volvieron a reunirse, cuando el juramento fue administrado a cada miembro presente, en las palabras siguientes:
«Yo, -- --, declaro solemne y seriamente, ante la presencia del Dios Todopoderoso, que en esta Asamblea, de la cual yo soy un miembro, no mantendré nada en asuntos de doctrina, más de lo que yo creo en mi conciencia ser verdad; o en puntos de disciplina, más de lo que yo conciba que conduzca más para la gloria de Dios, y para el bien y la paz de Su Iglesia».
Este juramento se leyó todos los lunes por la mañana para refrescar la memoria y revivir la conciencia. Estos hombres estaban trabajando para el Reino de Cristo, en la presencia del gran Trono blanco; su resplandor destellaba constantemente sobre sus ojos.
EL TRABAJO.
El trabajo, al cual la Asamblea prestó su atención, tal como fue estipulado por el parlamento, era «(1) Una Confesión de Fe, (2) Un Catecismo, (3) Una Plataforma de Gobierno, (4) Un Directorio para todas las Partes de la Adoración Pública».
La Confesión de Fe: El primer intento fue enmendar el antiguo credo de la Iglesia anglicana. Pero esto fue abandonado en el Decimoquinto Artículo. Una Nueva Confesión para ese entonces se estaba preparando teniendo 33 Artículos, todos los cuales son pilares de la verdad, cada uno de gran peso, bien pulido, y precioso, exhibiendo el mármol [¿? Las Sagradas Escrituras – N del T.] de donde fueron labrados, y la destreza de los labradores por quienes fueron cincelados. A Henderson se le ha acreditado con el honor de preparar el primer bosquejo.
Los Catecismos: El Catecismo Menor se preparó como un resumen de la enseñanza Bíblica, apelando aún por su construcción y elegancia literarias al corazón y la memoria para retención. Esta cadena dorada es un ornamento de gracia que debe ser llevado por cada hijo é hija del Pacto. Rutherford parece haber sido el escritor original. El Catecismo Mayor es una extensión del Menor.
La Forma de Gobierno de la Iglesia: El derecho Divino del Presbiterianismo ocasionó mucha discusión. La adopción de este principio fue un golpe mortal descargado sobre la teoría del Episcopado - que son los rangos oficiales, nivel sobre nivel, en forma de pirámide con el pueblo por debajo de la pirámide. Una autoridad igual de los ministros en la administración del Evangelio de Cristo, una autoridad igual de los ministros y ancianos en la administración del gobierno en la Casa de Dios - éstas fueron las grandes verdades pronunciadas por la Asamblea con claridad y solemnidad, como la voz de Dios hablando en las Santas Escrituras.
El Directorio para la Adoración Pública: Este Directorio reemplazó la Liturgia. La Liturgia había sido condenada por «alentar un ministerio ocio y sin edificación, que había escogido limitarse a sí mismo más bien a formas, hecho a su medida , mas bien que ejercitarse a sí mismo en el don de la oración, que nuestro Salvador proporciona a todos aquellos que El llama a ese oficio.» Una discusión acalorada surgió con respecto al modo de recibir la Cena del Señor. «Los comunicantes en una manera ordenada y seria sentados alrededor de la mesa,» fue la expresión que se adoptó. Las mesas sucesivas recibieron la ordenanza de esta expresión.
SALMODIA.
El Señor Francis Rouse, un miembro del Parlamento inglés, había producido recientemente su Versión Métrica de los Salmos. Era una obra fresca fragante y mucho admirada. La Asamblea después de una revisión cuidadosa la adoptó. Cinco años más tarde, habiendo pasado por el horno purificante de la revisión en las manos de la Asamblea General de Escocia, se autorizó como «La única paráfrasis de los Salmos de David para ser cantada en la Iglesia de Escocia». La Nueva Versión reemplazó la Antigua y tomó su lugar en el culto Divino en el 1 de mayo de 1650, el día designado para su introducción por la Asamblea.
La Asamblea de Westminster se reunió el 1 de julio de 1643, y se aplazó el 22 de febrero de 1649, cubriendo 5 años, 6 meses, y 22 días, habiendo tenido 1,163 sesiones. Se reunían a las nueve desde la mañana hasta las tres de la tarde. Cada miembro recibía cuatro chelines por día, y se les multaba un chelín por estar ausentes. Mantenían un solemne ayuno mensual, en que ocasionalmente una sola oración duró dos horas. Estos hombres sabían cómo orar. Se absorbían en la oración y hablaban con Dios mientras El los fortalecía para sostenerse ante Su presencia y recibir Su respuesta.
Tal fue la famosa Asamblea de Teólogos de Westminster. La magnitud de su trabajo nunca se podrá medir. Su construcción es imperecedera. El estar familiarizados con estos manuales de doctrina profundizará, ensanchará, reforzará, y exaltará la mente humana. Aquí la verdad de Cristo aparece en la proporción y armonía, en la importancia, en la magnitud, y en la omnipotencia de un sistema completo. Una verdad nos puede llevar al cielo, pero el sistema de verdad atesorado en el corazón, nos traerá el cielo a nosotros. Procuremos estudiar este sistema.
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Capitulo 19
División en las Filas de los Covenanters - 1648 d. C.
El Pacto de 1638 produjo resultados satisfactorios en la Iglesia Presbiteriana de Escocia. Fue revivida, fue extendida, fue fortalecida, fue consolidada, y fue fortificada como nunca antes. Diez años de prosperidad maravillosa le siguieron, y sin embargo no tuvo un sendero fácil para transitar. Todavía era acosada por peligros; enemigos tramaban para derrocarla; guerras agitaban el país; las condiciones externas eran muy adversas; sin embargo ella creció, se hizo fuerte, y llegó a ser irresistible en la obra del Evangelio. La Iglesia honró al Señor en Su Pacto santo, y El la honró con crecimiento, con éxito, y con victoria en la presencia de sus enemigos. El fue un muro de fuego alrededor de ella, y su gloria en medio de ella. Estos fueron años de poder y de esplendor fenomenales para la Iglesia Pactante.
Luego llegó el anochecer. La tarde de ese día próspero se volvió muy oscura; la oscuridad aumentó por cuarenta años; diez mil medianoches parecían haber condensado su oscuridad horrible sobre Escocia y sobre su Iglesia postrada. Finalmente la tempestad del fuego y sangre se agotó, pero no antes que una generación entera hubiera sido consumida en la angustia de aquella prolongada persecución. Los pasos que llevaron al abatimiento y reducción de la Iglesia, podemos trazar para nuestra instrucción; pero como estos pasos están salpicados con la sangre de los valerosos, y marcados con muchas tumbas de mártires, nuestros ojos serán humedecidos a menudo y nuestro corazón se adolecerá.
Mientras la Iglesia se mantuvo firme en su Pacto, fue como una fortaleza inexpugnable, o como un ejército invencible. Mientras sostuvo tenazmente la verdad en su Asamblea General, en los presbiterios, y en las sesiones, y la aplicó con eficacia, extendió sus raíces como el Líbano. Pero cuando la duda y el temor, proyectos y estratagemas, el sometimiento servil y discusiones vanas entraron en sus concilios, su oro se ennegreció y su espada se convirtió en estaño. El Señor no fue con sus ejércitos a la batalla, y desmayaron y cayeron en el campo. Un repaso breve es necesario para entender la situación.
El Pacto y la Liga Solemne, en 1643, dieron a la Iglesia Pactante de Escocia un impulso poderoso en la dirección correcta, pero sus efectos benéficos fueron breves. La Liga unió los reinos de Escocia, de Inglaterra, y de Irlanda; y el Pacto los colocó bajo obligaciones uno para con el otro y para con Dios. Estos reinos fueron de esta manera exaltados más allá de la medida en cuanto a privilegios. El acuerdo sagrado había sido preparado por la Comisión Conjunta que representaba a Inglaterra y a Escocia, el primer paso habiendo sido tomado por el Parlamento inglés. Pero para ese entonces el rey y el Parlamento estaban en disensión. El espíritu tirano de Carlos, que había acosado a Escocia ahora había provocado la hostilidad en Inglaterra; la fuerza de ese reino estaba casi dividida igualmente entre los dos partidos. El pueblo de Inglaterra, que aspiró tras la libertad y sentía los latidos de una virilidad más noble en su pulso, había pedido a Escocia que combinaran sus fuerzas contra el opresor. El resultado fue el Pacto y la Liga Solemne que unió sus ejércitos para el conflicto.
Este acuerdo sagrado fue adoptado por la Asamblea General de Escocia, por el Parlamento inglés, y por la Asamblea de Teólogos de Westminster. Después recibió un abundante número de firmas por parte del pueblo tanto del sector público como privado, y llegó a ser bastante popular. Estos reinos de esta manera fueron colocados bajo la obligación solemne de preservar unidos la religión Reformada en Escocia, de reformar la religión de Inglaterra e Irlanda, y de desarraigar todo sistema de maldad tanto de la Iglesia como del Estado.
Escocia había avanzado mucho en comparación de los otros dos reinos en conocimiento y en libertad. La Iglesia Pactante había exaltado al Señor Jesús como su Cabeza, y El la había exaltado como la luz, vida, y gloria de Escocia. La vid había extendido sus ramas de mar a mar. Las dos hermanas [Inglaterra, Irlanda] habían sido dejadas atrás. Ella emprendió a levantarlas; la carga era demasiado pesada; por otro lado ellas la arrastraban hacia abajo. Ella tenía un yugo desigual, y el yugo la empujaba fuera del camino. Indudablemente había razones que justificaron el curso que ella había tomado, pero ese curso la llevó a una «horrenda soledad de un desierto.»
Escocia envió su ejército para ayudar a los Reformistas ingleses en su lucha por la libertad. Los soldados que provenían de hogares Pactantes, marchaban, como era su costumbre, bajo el estandarte decorado con las palabras inspiradoras:
POR EL PACTO Y LA CORONA DE CRISTO.
Eran dirigidos por el General Leslie. Victoria seguía tras victoria hasta que el rey Carlos, agobiado con la derrota, cabalgó al campamento del General Leslie disfrazado y se rindió como su prisionero.
¿Qué se hará ahora con el rey cautivo? Esta fue la pregunta que demandaba la sabiduría de ambas naciones. Los Covenanters lo instaron a tomar y firmar el Pacto y volver a su trono. Pero él se negó. Ellos le imploraron, prometiéndole que la bandera de ellos dirigiría el ejército de Escocia en su apoyo. Pero aún se negó. Ellos oraron y le rogaron con lágrimas para aceptar el Pacto y continuar en su reinado. Pero no quiso. ¿Qué podrían hacer ellos entonces, sino entregarlo al ejército inglés, cuyas batallas ellos luchaban?
El General Leslie volvió de regreso su ejército a Escocia. Fue disuelto, pues la nación de nuevo tenía descanso. La ansiedad, sin embargo, con respecto al rey fue dolorosa.
El corazón de los escoceses aún amaba al rey Carlos. Aunque él fue hipócrita, cruel, traicionero, y tiránico, los Covenanters todavía lo reconocían como su propio rey. Ellos oraron, tomaron consejo, enviaron delegados, hicieron todo lo que estaba en su poder para restaurarlo. Todo lo que pedían era que abrazase el Pacto, su Constitución nacional de gobierno. Tome y firme este Pacto, y los hijos más valerosos de Escocia lo apoyarán y lo sostendrán; la Bandera Azul Pactante ondeará sobre él en osado desafío contra todo enemigo. Pero no cedió.
El rey era ahora un prisionero en Inglaterra. Mientras yacía en el Castillo de Carisbrooke, el Conde de Lauderdale, un Covenanters de gran eminencia, acompañado por el Conde de Lanark, fue admitido a escondidas ante su presencia. Estos hombres consiguieron hacer un trato. Lauderdale y Lanark acordaron en levantar un ejército para traer de regreso al rey. El rey en cambio acordó ratificar el presbiterianismo por tres años; la forma permanente de Gobierno de la Iglesia que entonces fue determinada por una asamblea de teólogos, asistida por veinte delegados designados por el rey mismo. Este tratado en secreto se conoce en la historia como «El Compromiso». Contuvo los elementos de una rendición vil y desastrosa de principios. ¡El presbiterianismo puesto en una libertad condicional! Construido sobre la piedra de la verdad, perdurará mientras la piedra perdura. ¿Se le seguiría al presbiterianismo algo como la incertidumbre? ¿Cómo podría la Iglesia confiar el gobierno de la Casa de Dios a los delegados del rey?
Cuándo «El Compromiso» llegó a ser público, la Iglesia Pactante se hundió en un debate que trajo caos y desolación. El tranquilo mar fue azotado con una tempestad; las olas embravecidas azotaron cada costa. El acuerdo fracasó, pero la Iglesia había sido infectada, debilitada, desgarrada en dos, y por cuarenta años no pudo sostenerse ante la presencia de sus enemigos. De hoy en adelante había dos partidos: aquellos que se apegaban al Pacto, en su claridad, en su plenitud, en energía indomable, y en sus deducciones lógicas; y aquellos que recortaron, modificaron y tergiversaron la verdad divina, por amor a la fuerza numérica y la ventaja temporal. Un partido fue gobernado por principios; el otro por la conveniencia. La cuña que hizo la primera brecha fue seguida por otras cuñas, hasta que la Iglesia gloriosa de Escocia fuera partida y dividida, y arrojada a un desorden interminable,
«Como madera que los hombres cortan y henden Así las mentiras yacen dispersas en el suelo».
La Iglesia de Jesucristo nunca puede negociar con la verdad. La tergiversación más mínima de los principios del Evangelio significa cometer traición contra el Rey del cielo. Los términos que se ofrecen al mundo, mientras que esté en rebelión contra Cristo, deben ser estos que se expresan en la famosa demanda del General Grant-«Rendición Incondicional». Algo menos que esto significa traición. La verdad del Señor Jesús, que costó Su sangre en su compra y la sangre de mártires en su defensa, debe ser mantenida hasta la última tira, con la tenacidad de una fe indomable. La infidelidad en lo más mínimo conducirá al desastre más grande. Una vez sucedió que un barco fue lanzado sobre las piedras, y las vidas de los pasajeros fueron arriesgados simplemente porque la brújula variaba y oscilaba, según el reporte, por una parte millonésima de una pulgada. Se requiere «detalles y pequeñeces» para medir una parte millonésima de una pulgada, y en ciertos casos vale la pena.
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Capitulo 20
Coronando al Príncipe - 1651 d. C.
El reinado de Carlos I vino a un fin que no se debería esperar de un rey. La guerra entre él y el Parlamento inglés resultó en su derrota total. El se entregó como un prisionero, y «porque no quiso misericordia sino continuaba en su persecución,» la misericordia se negó a esparcir alas blancas sobre su alma culpable. Fue juzgado por traición por el Parlamento inglés y fue sentenciado a la muerte. El juicio duró una semana, en la cual la recitación de su mal gobierno y actos crueles deben haber sajado intensamente su alma. Entregó su vida al colocar la cabeza sobre el bloque para recibir el hacha del verdugo. Un golpe hizo el trabajo fatal.
La muerte del rey no fue con el consentimiento de los Covenanters; para ellos les fue una pena intensa. Con todos sus defectos aún lo amaban como su rey. Si hubiera aceptado el Pacto y la Liga Solemne aún preso en las manos de ellos, habrían estado a su servicio para restaurar su poder y su reino. Ellos aún esperaban su reformación, le rogaban que tomase el Pacto, y le señalaban una entrada triunfal a Edimburgo. Le imploraron al Parlamento inglés que absolviese su vida, y enviaron delegados para prevenir su ejecución. Por la obstinación del rey fallaron. Pero esa obstinación él la consideraba una dignidad regia y un honor inviolable. Los Covenanters al oír de su muerte trágica se apresuraron para proclamar su hijo mayor como rey en su lugar, concediéndole el trono bajo la condición de aceptar el Pacto y la Liga Solemne, y de gobernar el reino según los términos de estos documentos. El era un joven de diecinueve años; «un príncipe de una presencia linda; de un aspecto dulce pero melancólico. Su cara era regular, guapa, y bien parecido; su cuerpo fuerte, sano, y justamente proporcionado; y, siendo de una estatura mediana, era capaz de aguantar las fatigas más grandes».
Carlos II mientras que surgía de su adolescencia tenía por delante un futuro próspero. La providencia de Dios extendía ante él perspectivas de grandeza, de honor, y de éxito, que los más grandes potentados de la tierra quizás hubieran envidiado. Su corazón en sus aspiraciones más elevadas aún no había soñado de esplendor moral y de posibilidades regias, que le fueron otorgadas cuando los Covenanters lo llamaron para gobernar su reino. Aún Salomón, al aceptar una corona en la misma edad, no fue de mayor privilegio. Escocia por este tiempo fue elevada a una íntima relación celestial; el Pacto Nacional había elevado al reino en una alianza con Dios; el pueblo había sido libertado de las tinieblas, del Papado, y de la Prelacía; el Evangelio de Jesucristo cubría la nación con su luz. La Iglesia Pactante había prosperado maravillosamente durante la última década, a pesar de las tempestades que barrieron sus fronteras; sus ramas velaban las montañas, y su fruto se descollaba por encima de los valles; cada parroquia estaba adornada con una escuela, y las ciudades con colegios. ¡Qué posibilidades sublimes para un rey como cabeza de tal nación! ¡Ah, que el joven príncipe soñase mientras dormía durante la noche y viese a Dios! ¡Ah, por una visión, por una oración, y por un don, para que lo capacitara para las alturas de tal poder y privilegios gloriosos a los cuales había sido elevado! Carlos II fracasó, y cayó de estos lugares celestiales como Lucifer.
El joven rey fue coronado por los Covenanters el 1 de enero de 1651. La Corona de Escocia, centellando con piedras preciosas encajadas profundamente en el oro más puro, fue su regalo espléndido de Año nuevo. Pero el regalo fue más que una corona de oro y piedras preciosas; fue un símbolo del poder, de la riqueza, del pueblo, del Pacto de la nación, y de la honra y de una alta relación con Dios, que se le había confiado a su protección.
La coronación tuvo lugar en un invierno muerto. La nación estaba vestida como una novia de blanco. Pero el blanco en esta ocasión no era el símbolo de pureza; antes bien era la palidez de una muerte helada. Las inclementes tempestades parecían presagios de angustia; los mismos vientos ensayaban un canto fúnebre que se cantaría lastimeramente sobre montañas y páramos en los años venideros.
Una asamblea grande de Covenanters se reunió en Scone para coronar el nuevo rey. Había mucho entusiasmo, mas por debajo fluía una contracorriente profunda de duda y de temor. El Rev. Robert Douglas predicó el sermón de la coronación. El rey escuchó palabras profundas, penetrantes y prácticas del Libro de Dios. El Pacto y la Liga Solemne fueron leídos. El le dio su asentimiento con una rebosante vehemencia. Archibald Campbell, el Marqués de Argyle, un Covenanters y estadista prominente, luego tomó la corona en ambas manos, y elevándola por encima del príncipe con gran solemnidad, la colocó sobre su cabeza, seguido el acto con una exhortación apropiada. Mientras que el juramento de oficio se administraba, el príncipe arrodillado en aparente humildad, y levantando su mano derecha en una apelación solemne a Dios. En este punto pronunció el portentoso juramento ante la presencia del pueblo: «Por el Dios Eterno y Todopoderoso, que vive y reina para siempre, observaré y guardaré todo lo que se contiene en este juramento». También dijo: «No tendré enemigo alguno, mas que los enemigo del Pacto - no tendré amigo alguno, mas que los amigos del Pacto». Así el rey Carlos II llegó a ser un Covenanters radical por profesión y por protesta en la manera más solemne. El tiempo demostró su hipocresía criminal.
El Parlamento inglés, después de la ejecución de Carlos I, había pasado un acta que el proclamar a este príncipe como rey se constituía traición. Los Covenanters, habiendo así elevado a Carlos al trono, ahora tenían que liquidar cuentas con Inglaterra en el campo de batalla.
Oliver Cromwell invadió Escocia con una fuerza poderosa, determinado a derrocar a Carlos II. Los Covenanters se unieron en defensa de su rey. El Gen. Alexander Leslie una vez más estaba al mando. Los dos ejércitos pronto se hallaban frente a frente, pero vacilaron en atacar. Ambos ejércitos eran soldados de la cruz; ambos habían luchado a favor del Pacto y de la Liga Solemne; la oración se elevaba continuamente de ambos campamentos; el cantar los Salmos despertaba el espíritu heroico en cada uno. No debemos maravillarnos si temían el golpe de batalla. Por fin el Gen. Leslie bajó de su posición de estrategia, y Cromwell ordenó un ataque. Los Covenanters fueron obligados a huir con terrible matanza.
Que si el Dulce Cantor de Israel [David] hubiera estado en el campamento después del estruendo de armas, indudablemente habría repetido su lamento: ¡«Cómo han caído los poderosos, y las armas de guerra han perecido»! ¡Los Covenanters derrotados! ¡Cómo! ¡Por qué! Ah, había un Acán en el campo. El rey ya había cometido perjurio y deslealtad en el Pacto. Su perjurio había arruinado la nación, y sacudido el ejército. Hasta ahora Dios había dirigido a los ejércitos de los Covenanters; habían ganado fácilmente victorias, y a veces triunfos sin sangre. Pero ahora el Señor retraía Su espalda del estandarte desplegado a favor de Su Corona y de su Pacto.
El terrible desastre envió un lamento por toda Escocia. La pena fue grande y los exámenes penitenciales profundos. Los piadosos y devotos preguntaban al Señor para saber la causa de Su ira y cómo ser librados. Los ojos de muchos fueron abiertos para ver la sombra de mayores calamidades que se acercaban. Argyle, Johnston, Rutherford, Gillespie, y otros de espíritu semejante, vieron en la última batalla el golpe del Señor por los pecados de la nación. La ira de Dios, como un relámpago, había herido ese campamento y miles yacían muertos. Mayores retribuciones se acercaban; sólo el arrepentimiento podría salvar el país.
El rey procuró recuperar su ejército quebrantado. Levantó su estandarte en Stirling. Su ejército fue pequeño; necesitaba más hombres. Hasta ahora el ejército había sido reclutado de los hogares de los Covenanters; el ejército consistía de los hijos resueltos del Pacto. El Parlamento escocés en años pasados había estipulado una ley llamada el «Acta de Clases», por la cual sólo los que habían tomado el Pacto tenían derecho a posiciones en el gobierno, o puestos en el ejército. La habilidad estadista de los padres escoceses era profunda; su sabiduría militar procedía de arriba. El gobierno civil es don de Dios para con los hombres. ¿Por qué confiarlo a otros que no son de Su pueblo? El poder militar debe proteger este encargo. ¿Por qué confiar este depósito a otros que no son los siervos leales del Señor Jesucristo?
El rey hizo revocar el Acta de Clases con el fin de aumentar su ejército. Multiplicó sus tropas, pero olvidó «La espada del Señor, y de Gedeón». Trescientos pueden ser mejores que treinta mil. Aceptó la batalla una vez más contra Cromwell, sufrió una derrota terrible, escapó del país y permaneció en exilio nueve años. ¡Pero todo honor al Gen. Leslie, y a otros oficiales fieles, que se negaron servir después de que las filas del ejercito fueron llenas con hombres que ni temían a Dios ni tomaban en cuenta Su Pacto!
¿Encontraremos aquí una lección para aplicarla a nuestros corazones? El Pactar con Dios es, posiblemente, el privilegio más grande en la tierra; el quebrantar un pacto o perjurar es, posiblemente, el pecado más peligroso. ¿Puede haber algo peor? El que quebranta un pacto destruye muchas cosas buenas; trae la ira de Dios sobre él mismo, y se acarrea derrotas, penas, y penas sobre aquellos que él representa.
Traducido por Joel Chairez
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