¿Qué es el Presbiterianismo?
por el Dr. Charles Hodge
(1797-1878)
Discurso dado ante la Sociedad Histórica Presbiteriana en su reunión de aniversario, en Filadelfia, en la noche del Martes, 1 de mayo 1855. Por el Rev. Charles Hodge, D.D.
Hermanos: Nos reunimos esta tarde como sociedad histórica presbiteriana. Se me ha ocurrido que no sería inapropiado debatir la cuestión, ¿Qué es el presbiterianismo? Ustedes no esperan de mí un discurso ceremonial. Mi objetivo no es convencer o persuadir, sino exponer. Propongo ocupar las horas dedicadas a este discurso en un intento de desvelar los principios de ese sistema de gobierno de la Iglesia que nosotros, como presbiterianos, sostenemos que están establecidos en la Palabra de Dios.
Dejando a un lado erastianismo, que enseña que la Iglesia es sólo una forma del Estado; y los cuáqueros, que no provén para la organización externa de la Iglesia, sólo existen cuatro teorías fundamentalmente diferentes sobre el asunto del gobierno de la Iglesia.
1. La teoría papal, que asume que Cristo, los apóstoles y los creyentes, constituyeron la Iglesia mientras nuestro Salvador estuvo en la tierra, y esta organización fue designada para ser perpetua. Después de la ascensión de nuestro Señor, Pedro se convirtió en su Vicario, y tomó su lugar como cabeza visible de la Iglesia. Esta primacía de Pedro, como obispo universal, es continuada en sus sucesores, los obispos de Roma, y el apostolado se perpetúa en el orden de los prelados [e.d. obispos]. Al igual que en la primitiva Iglesia nadie podía ser apóstol sin que estuviera sujeto a Cristo, así ahora nadie puede ser prelado sin estar sujeto al Papa. Y como entonces nadie podía ser cristiano sin estar sujeto a Cristo y los apóstoles, así ahora nadie puede ser cristiano sin estar sujeto al Papa y a los prelados. Esta es la teoría romana de la Iglesia: el Vicario de Cristo, el Colegio perpetuo de los apóstoles y las personas sujetas a su control infalible.
2. La teoría episcopal asume la perpetuidad del apostolado como poder de gobierno en la Iglesia, la cual, por consiguiente, consiste en aquellos que profesan la religión verdadera y están sujetas a los apóstoles-obispos. Esta es la forma anglicana o de la Alta Iglesia de esta teoría. En su forma de la Baja Iglesia, la teoría episcopal simplemente enseña que originalmente había un triple orden en el ministerio, y que esto debe ser también ahora. Pero no afirma que el modo de organización sea esencial.
3. La teoría independiente o congregacionalista incluye dos principios: primero, que el gobierno y el poder ejecutivo en la Iglesia está en la congregación, y en segundo lugar, que la organización de la Iglesia está completa en cada asamblea de culto, la cual es independiente de los demás.
4. La cuarta teoría es la Presbiteriana, que es nuestro asunto actual tratar de desvelar. Las tres grandes negaciones del presbiterianismo –es decir, los tres grandes errores que negados – son:
1. Que todo el poder de la Iglesia reside en el clero.
2. Que el ministerio apostólico es perpetuo.
3. Que cada congregación cristiana individual es independiente.
La declaración afirmativa de estos principios es:
1. Que el pueblo tiene derecho a una parte sustantiva en el gobierno de la Iglesia.
2. Que los presbíteros, que ministran la Palabra y la doctrina, son los oficios permanentes más altos de la Iglesia, y todos pertenecen al mismo orden.
3. Que la Iglesia externa y visible es, o debería ser, una, en el sentido de que la parte menor esté sujeta a la mayor, y la mayor al conjunto. No es el mantener uno de estos principios lo que hace al presbiteriano, sino el mantenerlos todos.
I. El primero de estos principios tiene que ver con el poder y los derechos del pueblo.
En cuanto a la naturaleza del poder de la Iglesia, es preciso recordar que la Iglesia es una teocracia. Jesucristo es su cabeza. Todo el poder se deriva de Él. Su Palabra es nuestra constitución escrita. Todo el poder la Iglesia es, por tanto, en propiedad, ministerial y administrativo. Todo se ha de hacer en el nombre de Cristo, y en conformidad con sus instrucciones. La Iglesia, sin embargo, es una sociedad distinta del Estado que se gobierna a sí misma, que tiene sus oficiales y leyes, y, por consiguiente, un gobierno administrativo propio. El poder de la Iglesia tiene que ver:
1. Con las cuestiones de doctrina. Tiene potestad para exponer públicamente las verdades que cree, y que han de ser conocidas por todos los que entran en su comunión. Es decir, tiene potestad para formular credos o confesiones de fe, como testimonio suyo de la verdad y su denuncia contra el error. Y como ha sido comisionada para enseñar a todas las naciones, tiene la potestad de seleccionar a los maestros, juzgar su idoneidad, ordenarlos y enviarlos a la obra, y volverlos a llamar y deponerlos si son infieles.
2. La Iglesia tiene poder para establecer las normas para la ordenación del culto público.
3. Ella tiene el poder para dictar las normas de su propio gobierno, como las que cada Iglesia tiene en su Libro de la Disciplina, Constitución, o cánones, & c.
4. Ella tiene el poder para recibir a comunión y para excluir de la misma a los que son indignos.
Ahora, la pregunta es, ¿dónde reside poder? ¿Pertenece, como romanistas y episcopales afirman, exclusivamente al clero? ¿Tienen potestad para determinar lo que la Iglesia ha de creer, lo que ha de profesar, lo que tiene que hacer, y a quiénes ha de recibir como miembros y a los que ha de rechazar? ¿O es que el poder reside en la Iglesia misma, es decir, en todo el cuerpo de fieles? Esto, como se verá, es una cuestión primordial, una que toca la esencia de las cosas, y determina el destino de los hombres. Si todo el poder de la Iglesia reside en el clero, el pueblo está en la práctica obligado a una obediencia pasiva en todos los asuntos de fe y conducta, por cuanto es negado entonces todo derecho al juicio privado. Si se confiere a toda la Iglesia, entonces el pueblo tiene derecho a una parte sustantiva en la decisión de todas las cuestiones relativas a la doctrina, culto, orden y disciplina. La afirmación pública de este derecho del pueblo, en el momento de la Reforma, conmovió toda Europa. Era una trompeta apocalíptica, es decir, una trompeta de la revelación, tuba per sepulchra sonans, llamando a las almas muertas a la vida; haciéndoles tomar conciencia acerca del poder y de la potestad; del poder de conferir el derecho; y de imponer la obligación de afirmarlo y ejercerlo. Este fue el final de la tiranía de la Iglesia en todos los países verdaderamente protestantes. Fue el final de la teoría de que el pueblo estaba obligado a la sumisión pasiva en materia de fe y conducta. Fue la libertad a los cautivos, la apertura de la prisión a los que estaban presos; la introducción al pueblo de Dios a la libertad con que Cristo los hizo libres. Ésta es la razón por la cual la libertad civil sigue a la libertad religiosa. La teoría de que todo el poder de la Iglesia reside en una jerarquía constituida por Dios engendra la teoría de que todo el poder civil reside, por derecho divino, en los reyes y nobles. Y la teoría de que el poder de la Iglesia reside en la Iglesia misma, y que todos los oficiales de la Iglesia están al servicio de la Iglesia misma, por necesidad engendra la teoría que confiere el poder civil al pueblo y que los magistrados son funcionarios civiles del pueblo. Dios ha unido ambas teorías y nadie las puede separar. Por lo tanto, por un instinto infalible, el infortunado Carlos de Inglaterra dijo que “No hay obispo, no hay rey,” con lo cual quería decir que si no hay un poder despótico en la Iglesia, tampoco puede haber poder despótico en el Estado; o que si hay libertad en la Iglesia, habrá libertad en el Estado.
Pero este gran principio protestante y presbiteriano no es sólo un principio de libertad, también es un principio de orden.
1. Debido a que este poder del pueblo está sujeto a la autoridad infalible de la Palabra, y
2. Debido a que el ejercicio del mismo está en manos de oficiales debidamente constituidos. El presbiterianismo no disuelve los lazos de la autoridad, ni convierte la Iglesia en un tumulto. Si bien ella es librada de la autoridad autocrática de la jerarquía, sigue estando bajo la ley de Cristo. Está limitada en el ejercicio de su poder de la Palabra de Dios, que liga la razón, el corazón y la conciencia. Sólo dejamos de ser siervos de los hombres para que podamos ser siervos de Dios. Somos alzados a una esfera superior, donde la perfecta libertad se combina con la en la sujeción absoluta. Dado que la Iglesia es el conjunto de los creyentes, existe una analogía entre la experiencia íntima de cada creyente y de la Iglesia en su conjunto. El creyente deja de ser siervo del pecado para que pueda estar al servicio de justicia, es redimido de la ley para que pueda ser siervo de Cristo. Así la Iglesia es librada de una autoridad ilegítima, no para que quede sin ley, sino en sujeción a una autoridad legítima y divina. Los Reformadores, por lo tanto, como instrumentos en manos de Dios, al librar a la Iglesia de la esclavitud de los prelados, no la convierten en una multitud tumultuosa, en la que cada hombre hace ley para sí mismo y es libre para creer y para hacer lo que le plazca. La Iglesia, en todo el ejercicio de su poder, ya sea referente a la doctrina o la disciplina, actúa bajo la ley escrita de Dios, según consta en su Palabra.
Pero además de esto, el poder de la Iglesia no está sólo así limitado y guiado por las Escrituras, sino que su ejercicio está en manos de los legítimos oficiales. La Iglesia no es una vasta democracia, donde todo se decide por la voz popular. “Dios no es autor de confusión, sino de paz (es decir, del orden), como en todas las iglesias de los santos.” La Confesión de Westminster, por tanto, para expresar el sentimiento común de presbiterianos, dice: “El Señor Jesucristo, como Rey y Jefe de su Iglesia, ha nombrado un gobierno en manos de oficiales de la Iglesia, distinto del magistrado civil.” La doctrina de que todo el poder civil reside en última instancia en el pueblo no es incompatible con la doctrina de que el poder está en manos de oficiales legítimos –legislativos, judiciales y ejecutivos – que han de actuar de acuerdo a la ley. Tampoco es incompatible con la doctrina de que la autoridad del magistrado civil es jure divino. Así que la doctrina que confiere el poder de la Iglesia en la Iglesia misma no es incompatible con la doctrina de que hay una clase de oficiales nombrados por Dios, a través de los cual ese poder se ejerce. Así pues, parece que el principio de la libertad y el principio del orden son perfectamente armoniosos. Al negar que todo el poder de la Iglesia resida exclusivamente en el clero y que el pueblo no pueda sino creer y obedecer, y al afirmar que reside en la Iglesia misma, al mismo tiempo que protestamos el gran principio de la libertad cristiana, protestamos el no menos importante principio de orden evangélico.
Para no ocupar excesivamente su tiempo, no es necesario citar, ya sea de las confesiones reformadas o de los más autorizados escritores presbiterianos, que el principio que acabamos de exponer es uno de los principios fundamentales de nuestro sistema. Basta con advertir el reconocimiento del mismo que se encuentra en el oficio del anciano gobernante.
Los ancianos gobernantes son declarados como representantes del pueblo. Son elegidos por el pueblo para actuar en nombre del pueblo en el gobierno de la Iglesia. Las funciones de estos ancianos, por lo tanto, determinan el poder del pueblo, porque un representante es aquel que ha sido elegido por los demás para hacer en nombre de ellos lo que ellos tienen derecho a hacer en sus propias personas; o más bien para ejercer las competencias que son radicalmente inherentes en aquellos para quienes actúan. Los miembros de la Legislatura del Estado, o del Congreso, por ejemplo, pueden ejercer sólo las facultades que son inherentes al pueblo.
Las facultades, por lo tanto, ejercidas por nuestros ancianos gobernantes son facultades que pertenecen a los miembros laicos de la Iglesia. ¿Cuáles son entonces los poderes de nuestros ancianos gobernantes?
1. En cuanto a las cuestiones de doctrina y del gran oficio de enseñanza, ellos tienen una voz a pie de igualdad con el clero en la formación y aprobación de todos los símbolos de la fe. Según los presbiterianos, no es competencia del clero formular y exponer con autoridad el credo que ha de ser aceptado por la Iglesia, y que ha de convertirse en condición para la comunión ya ministerial o ya cristiana, sin el consentimiento del pueblo. Tales credos profesan expresar la mente de la Iglesia. Pero el ministerio no es la Iglesia, y, por tanto, no puede declarar la fe de la Iglesia sin la cooperación de la Iglesia misma. Tales confesiones, en la época de la Reforma, procedían de toda la Iglesia. Y todas las confesiones que ahora están en autoridad en las diferentes ramas de la gran familia presbiteriana fueron adoptadas por el pueblo a través de sus representantes como expresión de su fe. Así, también, en la selección de los predicadores de la Palabra, al juzgar su idoneidad para el ministerio sagrado, al decidir si han de ser ordenados, al juzgar cuando son acusados de herejía, el pueblo tiene, en efecto, un voto en pie de igualdad con el clero. 1
2. Lo mismo es cierto en cuanto al jus liturgicum –como es llamado– de la Iglesia. El ministerio no puede formular un ritual o liturgia, o un directorio para el culto público, y ordenar su uso a las personas a las que predican. Todos los reglamentos son obligatorios sólo en la medida en que el pueblo mismo, junto con sus ministros, consideran necesario sancionarlos y adoptarlos.
3. Así también, al formar una constitución, o en la promulgación de normas de procedimiento, o la realización de cánones, el pueblo no simplemente asiente de manera pasiva, sino que coopera activamente. Ellos tienen, en todos estos asuntos, la misma autoridad que el clero.
4. Y, por último, en el ejercicio del poder de las llaves, al abrir y cerrar la puerta de la comunión con la Iglesia, el pueblo tiene una voz decisiva. En todos los casos de disciplina, ellos están llamados a juzgar y decidir.
Por tanto, no puede haber duda alguna de que los presbiterianos sostienen el principio que confiere el poder de la Iglesia en la Iglesia misma, y que el pueblo tiene derecho a una parte sustantiva de su disciplina y el gobierno. En otras palabras, no mantenemos que todo el poder reside en el clero, y que lo único que el pueblo tiene que hacer es escuchar y obedecer.
Pero, ¿es éste un principio bíblico? ¿Es un asunto de concesión y cortesía, o es una cuestión de derecho divino? Es nuestro oficio de anciano gobernante sólo por conveniencia, o es un elemento esencial de nuestro sistema, derivado de la naturaleza misma de la Iglesia constituida por Dios, y, por tanto, de la autoridad divina?
En última instancia, esto sólo equivale a decir la pregunta siguiente: ¿es el clero la Iglesia, o bien lo es el pueblo? Si, como dijo Luis XIV de Francia, “El Estado soy yo”, el clero puede decir: “Nosotros somos la Iglesia”, entonces el poder de la Iglesia reside en ellos, de la misma manera que todo el poder civil residía en el monarca francés. Pero si el pueblo es el Estado, entonces el poder civil reside en ellos, y si el pueblo es la Iglesia, el poder reside en el pueblo. Si los clérigos son sacerdotes y mediadores, el canal de todas las comunicaciones divinas, y el único medio para acceder a Dios, entonces todo el poder está en sus manos, pero si todos los creyentes son sacerdotes y reyes, entonces tienen que hacer algo más que simplemente someterse pasivamente. Tan detestable a la conciencia de los cristianos es la idea de que el clero es la Iglesia, que no se formuló ninguna definición de Iglesia en los primeros quince siglos después de Cristo en la que ni siquiera se mencionara el clero. Se dice que se fue hecho por primera vez por Canisio y Belarmino 2. Los romanistas definen a la Iglesia como “los que profesan la religión verdadera, y están sujetos al Papa”. Los anglicanos la definen como “los que profesan la religión verdadera, y están sujetos a los prelados.” La Confesión de Westminster define la Iglesia visible como “los que profesan la religión verdadera, junto con sus hijos.” En cada símbolo protestante, luterano o reformado, se dice que la Iglesia es la compañía de los fieles. Ahora bien, dado que la definición es la declaración de los atributos o características esenciales de un asunto, y como, por consentimiento común de los protestantes, la definición de la Iglesia está completa sin mencionar siquiera el clero, es evidente se produce una renuncia de los principios fundamentales del protestantismo, y, por supuesto, de los presbiterianos, si se afirma que todo el poder de la Iglesia reside en el clero. El primer argumento, por lo tanto, en apoyo de la doctrina de que el pueblo tiene derecho a una parte sustantiva en el gobierno de la Iglesia se deriva del hecho de que él mismo, de acuerdo con las Escrituras y de todas las confesiones protestantes, constituye la Iglesia.
2. Un segundo argumento es el siguiente: Todo el poder de la Iglesia procede de la morada del Espíritu; por lo que aquellos en quienes habita el Espíritu son la sede del poder de la Iglesia. Pero el Espíritu habita en la Iglesia entera, y por lo tanto la Iglesia entera es la sede del poder de la Iglesia.
El primer miembro de este silogismo no se discute. La base sobre la que los romanistas sostienen que el poder reside en los obispos en la Iglesia, con exclusión del pueblo, es que mantienen que el Espíritu fue prometido y dado a los obispos como clase. Cuando Cristo sopló sobre los discípulos, y dijo: “Recibid el Espíritu Santo; aquellos a quienes les remitáis los pecados, les serán remitidos; y aquellos cuyos pecados retengáis les serán retenidos”; y cuando dijo: “cualquier cosa que atéis en la tierra quedará atada en los cielos, Y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo,” y cuando agregó: “El que a vosotros oye, me oye a mí” y “he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de el mundo “, ellos sostienen que les dio el Espíritu Santo a los apóstoles y a sus sucesores en el apostolado, para continuar hasta el fin del mundo, para guiarlos en el conocimiento de la verdad, y para constituirlos como la autoridad y profesores y gobernantes de la Iglesia. Si esto es cierto, entonces, por supuesto, todo el poder de la Iglesia reside en estos apóstoles-obispos. Pero por otra parte, si bien es cierto que el Espíritu habita en la Iglesia entera; si Él conduce al pueblo, así como al clero en el conocimiento de la verdad; si anima a todo el cuerpo, y lo convierte en el representante de Cristo en la tierra de manera que los que escuchan la Iglesia, escuchan a Cristo, y que lo que la Iglesia une en la tierra es atado en el cielo, entonces, por supuesto, el poder de la Iglesia reside en la Iglesia misma, y no exclusivamente en el clero3.
Si hay algo claro de todo el tenor del Nuevo Testamento, y de innumerables declaraciones explícitas de la Palabra de Dios, es que el Espíritu habita en el cuerpo de Cristo, que guía a todo su pueblo en el conocimiento de la verdad, para que cada creyente sea enseñado por Dios, y tenga el testimonio en sí mismo, y no tenga necesidad alguna de que le enseñen, sino que la unción que permanece en él, le enseña todas las cosas. Es, por tanto, la enseñanza de la Iglesia, y no del clero exclusivamente, lo que es ministerialmente la enseñanza del Espíritu, y el juicio del Espíritu. Se trata de una doctrina gravemente anticristiana la que afirma que el Espíritu de Dios, y por lo tanto la vida y el poder de gobierno de la Iglesia, reside en el ministerio con exclusión de las personas.
Cuando la gran promesa del Espíritu se cumplió en el día de Pentecostés, no se cumplió en referencia a los apóstoles solamente. Es de toda la asamblea de la que se dijo, “Ellos fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen.” Pablo, escribiendo a los Romanos, dice, “siendo muchos, formamos un solo cuerpo en Cristo, y cada uno de sus miembros unos de otros. Habiendo, pues, diferentes dones, según la gracia dada a nosotros, si el de profecía, úsese conforme a la medida de la fe; el que ministra, en ministrar, el que enseña, en la enseñanza.” A los Corintios, dice: “A cada uno le es dada una manifestación del Espíritu para provecho. A uno le es dada por el Espíritu palabra de sabiduría, a otro, palabra de conocimiento por el mismo Espíritu”. A los Efesios dice: “Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu, pero a todos le fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo.” Ésta es la presentación uniforme de las Escrituras. El Espíritu habita en toda la Iglesia, anima, guía e instruye a la totalidad. Si, por lo tanto, es cierto, como todos admiten, que el poder de la Iglesia viene con el Espíritu, y procede de su presencia, no puede limitarse exclusivamente al clero.
3. El tercer argumento sobre este asunto se deriva de la comisión dada por Cristo a su Iglesia: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura, y he aquí yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.” Esta comisión impone cierta obligación; transmite ciertos poderes; e incluye una gran promesa. El deber es difundir y mantener el Evangelio en toda su pureza en toda la tierra. Los poderes son los necesarios para el cumplimiento de dicho objeto, es decir, el poder de enseñar, gobernar y ejercer la disciplina. Y la promesa es la seguridad de la presencia y ayuda permanentes de Cristo y la asistencia. Dado que ni el deber de extender y sostener el evangelio en su pureza ni la promesa de la presencia de Cristo son peculiares a los apóstoles como clase, o al clero como cuerpo, sino que como el deber y la promesa pertenecen a la Iglesia entera, así también por necesidad ocurre con los poderes de cuya posesión se basa la obligación. El mandamiento “Id, enseñad a todas las naciones”, “id, predicad el evangelio a toda criatura”, cae a oídos de toda la Iglesia. Se despierta una emoción en cada corazón. Todo cristiano siente que la orden se dirige a un cuerpo del que es miembro, y que tiene una obligación personal para cumplirlo. No era solamente el ministerio al que se dio esta comisión, y por lo tanto no es sólo a ellos a los que pertenecen las competencias que se transmiten.
4. El derecho del pueblo a una parte sustantiva en el gobierno de la Iglesia es reconocido y sancionado por los apóstoles en casi todas las formas imaginables. Cuando se consideró necesario completar el Colegio de los Apóstoles, después de la apostasía de Judas, Pedro, dirigiéndose a los discípulos, siendo el número ciento veinte, dijo: “Varones hermanos, de estos hombres que han estado juntos con nosotros, todo el tiempo en el que el Señor Jesús entraba y salía entre nosotros, comenzando desde el bautismo de Juan hasta el día en que fue tomado de nosotros, uno tiene que ser ordenado para ser un testigo con nosotros de su resurrección. Y se nombraron a dos, a José, llamado Barsabas, que tenía por sobrenombre Justo, y a Matías. Y se oró y se echaron suertes, y la suerte cayó sobre Matías, y fue contado con los apóstoles.” Así, en esta etapa inicial tan importante, el pueblo tuvo una voz decisiva. Así también, cuando los diáconos debían ser nombrados, todo el pueblo eligió a los siete hombres que iban a ser investidos con el oficio. Cuando se planteó la cuestión de la obligación de mantenimiento de la ley mosaica, la decisión autoritativa procedía de toda la Iglesia. “Les pareció bien”, dice el historiador sagrado “a los apóstoles y presbíteros, con toda la Iglesia, enviar hombres elegidos de su propia compañía a Antioquia.” Y ellos escribieron cartas por ellos de esta manera: “Los apóstoles, ancianos y hermanos, (οἱ ἀπόστολοι καὶ οἱ πρεσβύτεροι καὶ οἱ αδελφοὶ) envían saludos a los hermanos que son de los gentiles en Antioquía, Siria y Cilicia.” Los hermanos, por lo tanto, estaban asociados con el ministerio en la decisión de esta gran cuestión doctrinal y práctica. La mayoría de las cartas apostólicas se dirigen a las iglesias, es decir, a los santos o creyentes de Corinto, Éfeso, Galacia, y Filipos. En estas epístolas, el pueblo es considerado responsable de la ortodoxia de sus profesores y de la pureza de los miembros de la iglesia.
Están obligados a no creer a todo espíritu, sino probar los espíritus, para juzgar sobre la cuestión de si aquellos que vinieron a ellos como maestros religiosos fueron realmente enviados de Dios. Los gálatas son severamente censurados por atender a las falsas doctrinas, y están llamados a pronunciar incluso anatema al apóstol, si él predicaba otro evangelio. Los corintios son censurados por permitir que una persona incestuosa permanezca en su comunión, se les manda excomulgarlo, y, posteriormente, tras su arrepentimiento, restaurarlo a la comunión. Estos y otros casos de este tipo no determinan nada en cuanto a la forma en que se ejerce el poder del pueblo, pero demuestran de manera concluyente que tal poder existe. El mandamiento a que vigilen la ortodoxia de los ministros y la pureza de los miembros, no estaba dirigido exclusivamente al clero, sino a toda la Iglesia. Creemos que, como en la sinagoga y en cada sociedad bien ordenada, los poderes inherentes a la sociedad se ejercen a través de los órganos apropiados. Pero el hecho de que estos mandamientos se dirijan al pueblo, o a toda la Iglesia, prueba que ellos eran responsables, y que tenían una parte sustantiva en el gobierno de la Iglesia. Sería absurdo en otras naciones dirigir quejas o exhortaciones al pueblo de Rusia en referencia a los asuntos nacionales, puesto que éste no tiene parte en el gobierno de su nación. Sería no menos absurdo dirigirse a los católicos-romanos como un organismo autónomo. Pero tales interpelaciones bien pueden ser hechas por el pueblo de uno de nuestros Estados al pueblo de otro, porque el pueblo tiene el poder, aunque se ejerza a través de los órganos legítimos. Mientras que las epístolas de los apóstoles no prueban que las iglesias a las que fueron dirigidas no tuvieran oficiales regulares a través de los cuales el poder de la Iglesia se había de ejercer, ellas demuestran sobradamente que dicho poder reside en el pueblo; que tenían un derecho y estaban obligados a participar en el gobierno de la Iglesia, y en la preservación de su pureza.
Fue sólo gradualmente, a través del paso del tiempo, que el poder que pertenece de esta manera al pueblo fue absorbido por el clero. El progreso de esta absorción seguía el ritmo de la corrupción de la Iglesia, hasta que el dominio de toda la jerarquía fue finalmente establecido. El primer gran principio, pues, del presbiterianismo es la reafirmación de la doctrina primitiva de la Iglesia, de que el poder pertenece a toda la Iglesia; para que ese poder sea ejercido a través de los oficiales legítimos, y por lo tanto que el oficio de anciano gobernante como representante del pueblo, no es una cuestión de conveniencia, sino un elemento esencial de nuestro sistema, derivado de la naturaleza de la Iglesia, y que descansa sobre la autoridad de Cristo.
II. El segundo gran principio de presbiterianismo es que los presbíteros en su ministerio de la Palabra y la doctrina son los más altos oficiales permanentes de la Iglesia.
1. Nuestra primera observación sobre este asunto es que el ministerio es un oficio y no una mera ocupación. Un oficio es un puesto para el que el titular debe ser designado, lo cual implica ciertas prerrogativas que los que lo ejercen deben reconocer y a las que han de someterse. Por el contrario, una ocupación es algo que puede llevar a cabo cualquier hombre que tenga la capacidad para hacerlo. Esta distinción es evidente. No todo hombre que tenga las calificaciones para ser gobernante de un Estado tiene el derecho de actuar como tal. Él debe ser debidamente nombrado para ocupar el puesto. Por eso no todo el que tiene las calificaciones para la obra del ministerio puede asumir dicho oficio. Él debe ser debidamente designado al mismo. Esto es evidente,
(a) De los títulos dados a los ministros en las Escrituras, que implican un puesto oficial.
(b) De las calificaciones especificadas en la Palabra de Dios y el modo de juzgar las calificaciones que son prescritas.
(c) De la orden expresa de designar al oficio sólo a aquellos que, tras el debido examen, sean hallados competentes.
(d) Del relato de dichos nombramientos en la Palabra de Dios.
(e) De la autoridad oficial que les es atribuida en las Escrituras, y el mandamiento de que dicha autoridad deba ser debidamente reconocida. No es necesario seguir tratando este punto, ya que éste no se niega más que por los cuáqueros o algunos escritores como Neander, que ignoran toda distinción entre el clero y los laicos que no sea la que surge de la diversidad de dones.
2. Nuestra segunda observación es que el oficio es de designación divina, no sólo en el sentido de que los poderes civiles son ordenados por Dios, sino en el sentido de que los ministros derivan su autoridad de Cristo y no del pueblo. Cristo no sólo ha ordenado que haya estos funcionarios en su Iglesia –no sólo ha especificado sus deberes y prerrogativas – sino que da las calificaciones requeridas, llama a los así calificados, y por ese llamamiento les da Su autoridad oficial. La función de la Iglesia no es la de conferir el cargo, sino la de sentarse a juzgar si el candidato es llamado por Dios; y, si está satisfecha en ese punto, expresar su juicio en la forma pública y solemne prescrita en la Escritura.
Que los ministros derivan su autoridad de Cristo se desprende no sólo del carácter teocrático de la Iglesia y de la relación que Cristo, su Rey, mantiene con ella como fuente de toda autoridad y poder, sino,
(a) Del hecho que se afirma expresamente que Cristo dio apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros, para la edificación de los santos y para la obra del ministerio. Él, y no el pueblo, constituyó o designó a los apóstoles, profetas, pastores y maestros.
(b) Por consiguiente, los ministros son llamados siervos, mensajeros, embajadores de Cristo. Hablan en nombre de Cristo y por Su autoridad. Son enviados por Cristo a la Iglesia para redargüir, reprender, exhortar con toda paciencia y doctrina. Son siervos de la Iglesia, en efecto, en el sentido de trabajar para su servicio y estar sujetos a su autoridad –como siervos y no como señores – pero no en el sentido de derivar su comisión y poderes de la Iglesia.
(c) Pablo exhorta a los presbíteros de Efeso a “mirar por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos.” A Arquipo dice, “Mira que cumplas el ministerio que has recibido en el Señor.” Es, entonces, el Espíritu Santo que ha nombrado a estos presbíteros y los hizo supervisores.
(d) Está implícito en toda la doctrina de la Iglesia como cuerpo de Cristo, en la que Él vive por su Espíritu dando a cada miembro dones, calificaciones y funciones, repartiendo a cada uno en particular como Él quiere; y por estos dones haciendo a uno apóstol, a otro profeta, y otro maestro, a otro uno que obra milagros. Es así como el apóstol reconcilia la doctrina de que los ministros derivan su autoridad y poder de Cristo, y no del pueblo, con la doctrina de que los poderes de la Iglesia residen, en última instancia, en la Iglesia en su totalidad. Se refiere a la analogía entre el cuerpo humano y la Iglesia como cuerpo de Cristo. Al igual que en el cuerpo humano, el alma no reside en una sola parte excluyendo a las demás; y como la vida y el poder pertenece a ella como un todo, si bien una parte es un ojo, otra una oreja, y otra una mano; así Cristo habita por su Espíritu en la Iglesia y todo el poder pertenece a la Iglesia, aunque sea el Espíritu que mora en ella el que dé a cada miembro su función y oficio. De manera que los ministros no son designados como tales por la Iglesia más de lo que lo es el ojo por las manos y los pies. Esta es la ilustración que impregna el Nuevo Testamento, y supone necesariamente que los ministros de la Iglesia son siervos de Cristo, elegidos y nombrados por Él a través del Espíritu Santo.
3. La tercera observación se refiere a las funciones de los presbíteros.
(a) Se les encarga de la predicación de la Palabra y la administración de los sacramentos. Son los órganos de la Iglesia en la ejecución de la Gran Comisión de hacer discípulos de todas las naciones, enseñándolos, y bautizándolos en el nombre del Padre, Hijo y Espíritu Santo.
(b) Son los gobernantes en la casa de Dios.
(c) Están investidos con el poder de las llaves, abriendo y cerrando la puerta de la Iglesia. Están revestidos de todos estos poderes en virtud de su oficio. Si se les envía allí donde la Iglesia no existe, ellos lo ejercen en la formación y fundación de iglesias. Si trabajan en iglesias ya establecidas, ejercen estos poderes en concierto con otros presbíteros y con los representantes del pueblo. Es importante tener en cuenta esta distinción. Las funciones antes mencionadas pertenecen al oficio ministerial, y, por consiguiente, a cada ministro. Por necesidad ejercerá sus funciones en solitario sólo en la obra de formación y organización de iglesias; pero cuando están formadas, se asocia con otros ministros, y con los representantes del pueblo, y por lo tanto ya no puede actuar en solitario en asuntos de gobierno y disciplina. Vemos esto en la época apostólica. Los apóstoles, y los que habían sido ordenados por ellos, actuaron, en virtud de su cargo ministerial, en solitario en la fundación de iglesias, pero luego siempre en relación con otros ministros y ancianos. Esto es, de hecho, la teoría del oficio ministerial incluida en todo el sistema de los presbiterianos.
Que ésta es la visión bíblica del oficio presbiteral, o que los presbíteros están investidos de las facultades antes mencionadas, está claro
(a) De los significativos títulos que se les da en la Palabra de Dios; se les llama maestros, gobernantes, pastores, administradores, supervisores u obispos, constructores, vigilantes, embajadores, testigos.
(b) De las condiciones requeridas para el oficio. Deben ser aptos para enseñar, estar bien instruidos, ser capaces de trazar bien la Palabra de Dios, ser sólidos en la fe, capaces de resistir a los contradictores, capaces de gobernar sus propias familias, porque si un hombre no es capaz de gobernar su propia casa, ¿cómo puede tener cuidado de la Iglesia de Dios? Ha de tener las cualidades personales que le den autoridad. No debe ser un neófito, sino que ha de ser grave, sobrio, templado, vigilante, de buena conducta y con un buen testimonio.
(c) De las representaciones de sus funciones. Han de predicar la Palabra, para apacentar la grey de Dios, guiarla como un pastor; han de trabajar para la edificación de los santos; velar por las almas como aquellos que han dar cuenta, mirar por la Iglesia para guardarla contra los falsos maestros o, como los llama el apóstol, “lobos rapaces”; han de ejercer una supervisión episcopal, porque el Espíritu Santo, como dice Pablo a los presbíteros de Efeso, los había hecho obispos (Hechos 20:28) y el apóstol Pedro exhorta a los presbíteros a apacentar la grey de Dios, teniendo la supervisión episcopal de la misma (ἐπισκοποῦνες) no por fuerza, sino voluntariamente. Son, por consiguiente, obispos. Cada vez que esa palabra, o cualquiera de sus cognados, es utilizada en el Nuevo Testamento en relación con el ministerio cristiano, se refiere a los presbíteros, salvo en los Hechos 1:20, donde la palabra obispado se utiliza, en una cita de la Septuaginta, aplicada al oficio de Judas.
4. El oficio de los presbíteros es de carácter permanente. Esto es evidente:
(a) Porque el don es permanente. Cada oficio implica un don del que es órgano designado. Si, por tanto, un don ha de ser permanente, el órgano para su ejercicio debe serlo también. Los profetas del Nuevo Testamento fueron destinatarios de inspiración ocasional. Como el don de la inspiración ha cesado, el oficio de profeta también ha cesado. Pero como el don de la enseñanza y del gobierno es permanente, también lo es el oficio de maestro y gobernante.
(b) Como la Iglesia está encargada de hacer discípulos de todas las naciones, de predicar el evangelio a toda criatura; como los santos siempre necesitan ser alimentados y edificados en su santísima fe; la Iglesia siempre debe tener los oficiales que son los órganos divinamente designados para la realización de esta obra.
(c) Así, por consiguiente, vemos que los apóstoles no sólo ordenaron presbíteros en cada ciudad, sino que dieron instrucciones para su ordenación en todos los tiempos posteriores, prescribiendo sus calificaciones y el modo de su nombramiento.
(d) De hecho, ellos han continuado hasta la actualidad. Esto, por lo tanto, no es un asunto abierto a discusión; y no es, de hecho, impugnado por nadie de los que ahora nos ocupa.
5. Por último, en relación con esta parte de nuestro tema, los presbíteros son los más altos oficiales permanentes de la Iglesia.
(a) Esto puede deducirse, en primer lugar, del hecho de que no hay ninguna más alta función permanente atribuida en el Nuevo Testamento para el ministerio cristiano, que aquellas que son atribuidas a los presbíteros. Si son encomendados de la predicación del evangelio, de la extensión, la continuidad y la pureza de la Iglesia, si son los maestros y gobernantes, encargados de poderes y supervisión episcopales, ¿que otra función hay, de carácter permanente, que sea exigida?
2. Pero en segundo lugar, se admite que hubo, en la época apostólica, oficiales de un grado superior a los presbíteros, a saber: los apóstoles y profetas. Estos últimos, se reconoce, fueron temporales. La única pregunta, por lo tanto, se refiere a los apóstoles. Los episcopales admiten que no hay una clase o grado de oficiales de la iglesia intermedio, que sea permanente, entre los apóstoles y presbíteros. Pero ellos enseñan que el apostolado fue pensado para ser perpetuo, y que los prelados son los sucesores oficiales de los apóstoles originales. Si esto es así, si tienen el oficio, han de tener también los dones de apóstol. Si tienen las prerrogativas, deben tener los atributos originales de los mensajeros de Cristo. Incluso en el gobierno civil cada oficio supone unas calificaciones personales. Una orden de nobleza, sin superioridad real, es una mera farsa. Mucho más son necesarias las calificaciones personales en el organismo vivo de la Iglesia, en la que el Espíritu que mora en ella se manifiesta como quiere. Un apóstol sin la “palabra de la sabiduría”, era un falso apóstol; un maestro sin “la palabra de conocimiento” no era ningún maestro; un hacedor de milagros, sin el don de milagros, era un mago; cualquiera que pretendiese hablar en lenguas sin el don de lenguas, era un engañador. De la misma manera un apóstol sin los dones de un apóstol, es un simple pretendiente. También lo podría ser un hombre sin alma.
Los romanistas nos dicen que el Papa es el vicario de Cristo; que es su sucesor como cabeza y gobernante universales de la Iglesia en la tierra. Si esto es así, entonces debería ser un Cristo. Si tiene prerrogativas de Cristo, debería tener los atributos de Cristo. No puede tener lo uno sin lo otro. Si el Papa, por designación divina, está investido del dominio universal sobre el mundo cristiano; si todas sus decisiones en cuanto a la fe y conducta son infalibles y tienen autoridad; si el disentir de su decisiones o la desobediencia a sus órdenes hace perder la salvación; entonces es heredero de Cristo suyo en los dones, así como lo es de su oficio. Si pretende tener el oficio sin tener los dones, entonces él es el Anticristo “el hombre de pecado, el hijo de perdición, que se opone y se levanta contra todo lo que se llama Dios o es objeto de culto, de modo que se sienta, como Dios, en el templo de Dios, haciéndose pasar por Dios.” Los romanistas reconocen este principio. Al atribuir al Papa de las prerrogativas de Cristo, se ven obligados a atribuirle también sus atributos. ¿No lo entronizan? ¿No le besan los pies? ¿No le ofrecen incienso? ¿No se dirigen a él con títulos blasfemos? ¿Acaso no pronuncian anatemas contra, y excluyen del cielo, a todos los que no reconocen su autoridad?
Esta es la razón por la cual la oposición al papado es, en los pechos de los protestantes, un sentimiento religioso. César Augusto podía gobernar el mundo, el Zar de Rusia puede alcanzar el dominio universal, pero tal dominio no supondrá la asunción de atributos divinos, y por lo tanto la sumisión al mismo no implica la apostasía de Dios, y su oposición no necesariamente será un deber religioso. Pero ser el Vicario de Cristo, reivindicar el ejercicio de sus prerrogativas en la tierra, comporta una reivindicación de sus atributos, por lo que nuestra oposición al papado es la oposición a un hombre que dijo ser Dios.
Pero si este principio se aplica al caso del Papa, como todos los protestantes admiten, debe aplicarse también al apostolado. Si un conjunto de hombres que dicen ser apóstoles –si afirman tener el derecho a ejercer la autoridad apostólica – entonces no pueden evitar el pretender también estar en posesión de dones apostólicos; y si no tienen estos últimos, su pretensión a lo primero es una usurpación y una mera pretensión.
¿Qué fueron, entonces, los apóstoles? Está claro en la Palabra que eran hombres de encargados inmediatamente por Cristo para hacer una revelación plena y con autoridad de su religión; para organizar la Iglesia; proporcionarle oficiales y leyes, e iniciar su carrera de conquista por el mundo.
Para calificarlos para esta obra, ellos recibieron, en primer lugar, la palabra de sabiduría, o una completa revelación de las doctrinas del Evangelio; en segundo lugar, el don del Espíritu Santo, de manera que los hiciera infalibles en la comunicación de la verdad y en el ejercicio de su autoridad como gobernantes; en tercer lugar, el don de hacer milagros para confirmar su misión, y el de comunicar el Espíritu Santo por la imposición de sus manos.
Las prerrogativas derivadas de estos dones, fueron, en primer lugar, una autoridad absoluta en todos los asuntos de fe y conducta; en segundo lugar, una autoridad absoluta en la misma legislación para la Iglesia en cuanto a su constitución y leyes; en tercer lugar, la jurisdicción universal sobre los oficiales y miembros de la Iglesia.
Pablo, cuando afirmaba ser apóstol, afirmaba tener esta comisión inmediata, esta revelación del Evangelio, esta inspiración plenaria y esta autoridad absoluta y jurisdicción general. Y en apoyo de sus pretensiones, apela no sólo a la manifiesta cooperación de Dios mediante el Espíritu, sino a los señales de apóstol, por las que obró en toda paciencia, por señales, prodigios y proezas (2 Cor. 12:12).
Se deducía necesariamente, de la posesión efectiva por los apóstoles de estos dones de revelación e inspiración, que les hacía infalibles, que el estar de acuerdo con ellos en la fe y la sujeción a ellos eran necesarios para la salvación. El apóstol Juan, por lo tanto, dijo, “El que conoce a Dios nos oye, y el que no es de Dios, no nos oye. En esto conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu de error.” (1 Juan 4:6.) Y el apóstol Pablo pronuncia maldición incluso a un ángel, en el caso que hubiera negado el evangelio que predicaba y la manera en que lo predicaba. Los escritos de los apóstoles, por consiguiente, han sido, en todas las edades y en partes de la Iglesia, considerados como infalibles y con autoridad en todos los asuntos de fe y conducta.
Ahora, el argumento es que, si los prelados son apóstoles, ellos deben tener los dones apostólicos. Ellos no tienen esos dones, luego no son apóstoles. El primer miembro de este silogismo difícilmente necesita más pruebas. Es evidente, por la naturaleza del caso y de las Escrituras, que las prerrogativas de los apóstoles provenían de sus capacidades que les eran peculiares. Era porque estaban inspirados, y por lo tanto eran infalibles, que estaban investidos de la autoridad que ejercieron. Un apóstol sin inspiración es el mismo solecismo que un profeta sin inspiración.
En cuanto al segundo punto, es decir, que los prelados no tienen dones apostólicos, no se necesita más argumentos. No tienen ninguna revelación especial; no están inspirados, no tiene ni el poder de hacer milagros, ni el de conferir dones milagrosos, y, por tanto, no son apóstoles.
Tan inseparable es la unión entre un oficio y sus dones, que los prelados, en su pretensión de ser apóstoles, se ven obligados a demostrar que poseen los dones apostólicos. Aunque no estén inspirados de forma individual, ellos dicen estar inspirados como cuerpo; aunque no sean infalibles por separado, afirman ser infalibles colectivamente; aunque no tengan el poder de conferir dones milagrosos, afirman el poder de dar la gracia de las órdenes. Sin embargo, estas pretensiones, no son menos absurdas que el supuesto de la inspiración personal. El hecho histórico de que los prelados, tanto colectiva como individualmente, no están inspirados y son falibles, no es menos palpable que el hecho que son mortales. Los de una época eran diferentes de los de otra. Los de una Iglesia pronunciaron anatema a los de otra –los griegos contra los latinos, latinos contra los griegos, y los anglicanos contra ambos –. Además, si los prelados son apóstoles, entonces no puede haber ninguna religión y ni salvación entre los que no están sujetos a su autoridad. No es de Dios, decía el apóstol Juan, el que no nos oye. Ésta conclusión los romanistas y los anglicanos la admiten y afirman osadamente. Sin embargo, esto es una completa reductio ad absurdum. Se podría afirmarse tanto que el sol no brilla más allá de Groenlandia, como que no hay religión más allá de los límites de las iglesias con prelados. Mantener esta posición requiere la perversión de la naturaleza misma de la religión. Como la fe en nuestro Señor Jesucristo, el arrepentimiento para con Dios, el amor y la vida santa, se encuentran fuera de las iglesias con prelado, los preladistas sostienen que la religión no consiste en estos frutos del Espíritu, sino en algo externo y formal. La suposición, pues, que los prelados son apóstoles, necesariamente conduce a la conclusión de que los prelados tienen los dones de los apóstoles, y ésta a la conclusión de que la sumisión a la enseñanza y jurisdicción es esencial para la salvación; y de nuevo, a la conclusión de que la religión no es un estado interior, sino una relación externa. Estás no son simplemente las secuencias lógicas sino también las secuencias históricas de la teoría de que el ministerio apostólico es perpetuo. Dondequiera que esta teoría ha prevalecido, ha llevado a que la religión se convierta en algo ceremonial y a divorciarla de la piedad y la moral. Rogamos a aquellos que aman a Cristo más que su orden, y a los que creen en la religión evangélica, que pongan esta consideración en su corazón. La doctrina de un apostolado permanente en la Iglesia, no es un mero error especulativo, sino un error destructivo hasta el grado sumo.
No podemos continuar más con este tema. Que el ministerio apostólico es temporal, es un simple hecho histórico. Los apóstoles, los doce, sobresalen tanto como un cuerpo aislado en la historia de la Iglesia, sin predecesores y sin sucesores, como Cristo mismo lo hace. Desaparecen de la historia. El título, la cosa misma, los dones, las funciones, todo cesó cuando Juan, el último de los doce, ascendió al cielo.
Si es una cosa horrible poner el Papa en el lugar de Cristo, y hacer de un hombre de nuestro Dios; también es algo horrible poner hombres falibles en el lugar de los apóstoles infalibles, y hacer de la fe en su enseñanza y de la sumisión a su autoridad, la condición de la gracia y salvación.
De esta horrible servidumbre, hermanos, somos libres. Nos inclinamos ante la autoridad de Cristo. Nos sometemos a las enseñanzas infalibles de Sus apóstoles inspirados; pero negamos que lo infalible continúe en lo falible, o lo divino en lo humano.
Pero si el ministerio apostólico era temporal, entonces los presbíteros son los más altos oficiales permanentes de la Iglesia, porque, como reconocen por las nueve décimas partes, tal vez por el noventa y nueve por ciento de los prelados, las Escrituras no hacen mención alguna de ningún oficial intermedio permanente entre los apóstoles y los presbíteros-obispos del Nuevo Testamento. No hay un mandamiento a nombrar tales oficiales, ningún registro de sus nombramientos, ninguna especificación de sus calificaciones, ningún título para ellos, ya sea en las Escrituras o en la historia eclesiástica. Si los prelados no son apóstoles, ellos son presbíteros, manteniendo su preeminencia por la autoridad humana, pero no por la divina.
III. Como los presbíteros son todos del mismo rango, y como ellos ejercen su poder en el gobierno de la Iglesia conjuntamente con el pueblo, o sus representantes, esto por necesidad da lugar a las Sesiones en nuestras congregaciones individuales, y a Presbiterios, Sínodos y Asambleas, para el ejercicio de la jurisdicción más amplia. Esto pone a la vista el tercer gran principio del presbiterianismo, el gobierno de la Iglesia por judicaturas compuestas de presbíteros y los ancianos, etc. Esto da por sentado la unidad de la Iglesia en contra la teoría de los independientes.
La doctrina presbiteriana sobre este tema es que la Iglesia es una, en el sentido que la parte menor está sujeta a la mayor, y la mayor a la totalidad. Tiene un solo Señor, una fe, un bautismo. Los principios de gobierno establecidos en la Escritura obligan a toda la Iglesia. Los términos de admisión, y los motivos legítimos de exclusión, son en todas partes los mismos. Las mismas calificaciones han de ser en todas partes exigidas para la admisión al sagrado ministerio, y los mismos motivos para la deposición. Todo hombre que es recibido debidamente como miembro de una Iglesia particular, se convierte en miembro de la Iglesia universal; todo el que haya sido excluido justamente de una Iglesia particular, está excluido de toda la Iglesia; todo el que haya sido debidamente ordenado al ministerio en una iglesia, es ministro de la Iglesia universal, y si es depuesto justamente en una, deja de ser un ministro en cualquier otra. De esto se desprende que, aunque la iglesia particular tiene derecho a administrar sus propios asuntos y administrar su propia disciplina, no puede ser independiente e irresponsable en el ejercicio de ese derecho. Como sus miembros son miembros de la Iglesia universal, y aquellos a los que se excomulga son, según la teoría de la Escritura, entregados a Satanás y cortados de la comunión de los santos, los actos de una iglesia en particular se convierten en los actos de toda la Iglesia y, por lo tanto, el conjunto tiene el derecho a comprobar que son llevados a cabo conforme a la ley de Cristo. De esto se desprende, por una parte, el derecho de apelación; y, por otra, el derecho de revisión y control.
Ésta es la teoría presbiteriana sobre este asunto; que ella es la doctrina bíblica se ve,
1. De la naturaleza de la Iglesia. La Iglesia está representada en todas partes como siendo una sola. Es un cuerpo, una familia, un rebaño, un reino. Es uno porque está saturado por un solo Espíritu. Somos todos bautizados en un mismo Espíritu para llegar a estar, dice el apóstol, en el cuerpo. Esta morada del Espíritu, que une así a todos los miembros del cuerpo de Cristo, produce no sólo esta unión subjetiva o interior que se manifiesta en la simpatía y el afecto, en la unidad de la fe y el amor, sino también en unión exterior y comunión. Conduce a los cristianos a unirse para los fines de culto y de guarda y cuidado mutuos. Los obliga a estar sujetos unos a otros en el temor del Señor. Lleva a todos a la sujeción a la Palabra de Dios como norma de fe y conducta. Les da no sólo un interés en el bienestar, pureza y edificación de los demás, sino que también impone la obligación de promover dichos fines. Si un miembro sufre, todos sufren con él; y si un miembro es honrado, todos se alegran con él. Todo esto es cierto, no sólo de aquellos que frecuentan el mismo lugar de culto, sino del cuerpo universal de los creyentes. De manera que una iglesia independiente es un solecismo tan grande como un cristiano independiente, o como un dedo independiente del cuerpo humano, o una rama independiente de un árbol. Si la Iglesia es un cuerpo vivo unido a la misma Cabeza, regida por las mismas leyes, y saturada por el mismo Espíritu, es imposible que una parte sea independiente de todos las demás.
2. Todas las razones que demandan el sometimiento de un creyente a los hermanos de una Iglesia particular, demandan su sometimiento a todos sus hermanos en el Señor. La base de esta obligación no es el pacto de la iglesia. No es el convenio en el que un número de creyentes entran, y que obliga sólo a aquellos que son partes del mismo. El poder de la Iglesia tiene un origen mucho más alto que el consentimiento de los gobernados. La Iglesia es una sociedad constituida por Dios, que deriva su poder de su constitución. Aquellos que se unan a ella, se unen a ella como a una sociedad ya existente, y una sociedad ya existente con ciertas prerrogativas y privilegios, que ellos vienen a compartir, y no a conceder. Esta sociedad constituida por Dios, a la que cada fiel está obligado a unirse, no es la asociación local y limitada de su vecindad, sino la fraternidad universal de los creyentes; y por lo tanto todas sus obligaciones de comunión y obediencia terminan en la Iglesia entera. Él está obligado a obedecer a sus hermanos, no porque se haya comprometido a hacerlo, sino porque son sus hermanos –porque son templos del Espíritu Santo, iluminados, santificados, y guiados por Él –. Es imposible, por lo tanto, limitar la obediencia del cristiano a la congregación particular de la que es miembro, o hacer una congregación que sea independiente de todas las demás, sin destruir completamente la naturaleza misma de la Iglesia, y desgarrar los miembros vivos del cuerpo de Cristo. Si este intento debiera ser realizado totalmente, estas iglesias separadas ciertamente serían como desangradas hasta la muerte, como cuando un miembro es separado del cuerpo.
3. La Iglesia, en la era apostólica, no consistía en congregaciones aisladas e independientes, sino que fue un cuerpo, del cual las distintas iglesias eran miembros constituyentes, cada una sujeta a todas las demás, o a una autoridad que se extendía sobre todos. Esto parece, en primer lugar, de la historia del origen de las iglesias. A los apóstoles se les ordenó permanecer en Jerusalén hasta que recibieron el poder de lo alto. En el día de Pentecostés el Espíritu prometido fue derramado, y empezaron a hablar como el Espíritu les daba que hablasen. Muchos miles en esa ciudad se sumaron al Señor, y continuaron en la doctrina de los apóstoles y la comunión, y en la fracción del pan y la oración. Constituían la Iglesia en Jerusalén. Fueron uno no sólo espiritualmente, sino en lo exterior, unidos en un mismo culto y con sujeción a los mismos gobernantes. Cuando se dispersa en el extranjero, ellos predicaban la Palabra en todas partes, y grandes multitudes se añadieron a la Iglesia. Los creyentes en todo lugar se asociaron por separado, pero las iglesias no son independientes, pues todos siguen estando sometidos a un tribunal común.
Porque, en segundo lugar, los apóstoles constituyeron un vínculo de unión para todo el cuerpo de los creyentes. No hay la más mínima evidencia de que los apóstoles tuvieran diferentes diócesis. Pablo escribió con plena autoridad a la Iglesia en Roma, antes de que él hubiera visitado la ciudad imperial. Pedro se dirigió a sus epístolas a las Iglesias del Ponto, Capadocia, Asia y Bitinia, el centro mismo del campo de trabajo de Pablo. Que los apóstoles ejercieron esta competencia general, y que los vínculos de unión externa a la Iglesia fueron así, provino, como hemos visto, de la naturaleza misma del oficio de ellos. Habiendo sido comisionados para fundar y organizar la Iglesia, y habiendo sido tan llenos del Espíritu como para que fueran infalibles, su palabra era ley. Su inspiración garantizaba necesariamente esta autoridad universal. Así vemos que en todas partes ejercían las competencias no sólo de los maestros, sino también de gobernantes. Pablo habla de la facultad que le fue dada para edificación; de las cosas que había ordenado en todas las iglesias. Sus epístolas están llenas de tales mandamientos que son autoridad vinculante entonces como lo son ahora. Amenaza a los corintios de venir a ellos con vara; excluyó a un miembro de su iglesia a aquellos que habían descuidado la disciplina; y entregó Himeneo y Alejandro a Satanás, para que aprendieran a no blasfemar. Como un hecho histórico, por lo tanto, las iglesias apostólicas no eran congregaciones independientes, sino que todas estaban sometidas a una autoridad común.
En tercer lugar, esto es aún más evidente por el Consejo en Jerusalén. No es necesario suponer nada que no se menciona expresamente en el relato. Los simples hechos del caso son, que después de haber surgido una controversia en la iglesia de Antioquía en relación con la ley mosaica, en lugar de resolver entre ellos mismos como un órgano independiente, remitieron el caso a los apóstoles y presbíteros en Jerusalén, y allí se decidió con autoridad, no sólo para aquella iglesia, sino para todas los demás. Pablo, por tanto, en su próximo viaje misionero, como “pasaba a través de las ciudades, les entregabas”, se dice, “los decretos a guardar, que fueron ordenados de los apóstoles y los ancianos que estaban en Jerusalén.” Hechos 16:4. No importa si la autoridad del Consejo era debida a la inspiración de sus miembros principales o no. Es suficiente con que tenía autoridad sobre toda la Iglesia. Las distintas congregaciones no eran independientes, sino que estaban unidas bajo un tribunal común.
4. En cuarto lugar, podemos apelar a la conciencia común de los cristianos, como se ha manifestado en toda la historia de la Iglesia. Todo lo orgánico tiene lo que podría llamarse un nisus formativus, una fuerza interna, por la que algo se siente impulsado a asumir la forma adecuada a su naturaleza. Este impulso interior podrá, por las circunstancias, verse dificultado o estar mal dirigido, de manera que el estado normal de la planta o animal nunca pueda ser alcanzado. Sin embargo, esta fuerza nunca deja de manifestar su existencia, ni el estado al que ella tiende. Lo que es cierto en la naturaleza no es menos cierto en la Iglesia. No hay nada más conspicuo en su historia que la ley por la cual los creyentes se sienten impulsados a expresar su unidad interior por una unión exterior. Ha sido manifestada en todas las edades y en todas circunstancias. Esto dio lugar a todos los primeros concilios. Determinó la idea de herejía y cisma. Condujo a excluir de todas las iglesias a los que, por la negación de la fe común, fueron excluidos de alguna de ellas, y a los que se negaron a reconocer su sumisión a la Iglesia entera. Este sentimiento fue claramente expuesto en la época de la Reforma. Las iglesias que se formaron entonces corrieron juntas con tanta naturalidad como gotas de mercurio; y cuando esta unión fue impedida por circunstancias internas o externas, se lamentó como un gran mal. Por los hombres del mundo se puede atribuir esta notable característica en la historia de la Iglesia, al amor de poder, o a algún otro origen indigna. Pero no tiene por qué ser considerada así. Es una ley del Espíritu. Si lo que hacen todos los hombres tiene que ser referido a un principio permanente de la naturaleza humana, lo que todos los cristianos hacen debe ser referido a algo que les pertenece a ellos como cristianos.
Tan profundamente arraigada está esta convicción de que la unión exterior y la sujeción mutua es el estado normal de la Iglesia, que ella se manifiesta en aquellos cuya teoría les lleva a negarla y resistirla. Sus Federaciones, Asociaciones y Consejos Consultivos, son tantos otros dispositivos para satisfacer un deseo interior, y para evitar la disolución a la que se siente que la independencia absoluta ha de conducir inevitablemente. Que, entonces, la Iglesia es una, en el sentido de que una parte menor deba estar sujeta a una mayor y la mayor a la totalidad, es evidente:
1. De su naturaleza como un reino, una familia, un solo cuerpo, con una sola cabeza, una fe, una constitución escrita, y operada por un Espíritu;
2. Del mandamiento de Cristo que debemos obedecer a nuestros hermanos, no porque vivan cerca de nosotros; no porque hemos pactado a obedecerlos; sino porque son nuestros hermanos, templos y órganos del Espíritu Santo;
3. Del hecho de que en la época apostólica las iglesias no eran órganos independientes, sino que estaban sujetos, en todos los asuntos de doctrina, orden y disciplina, a un tribunal común, y
4. Porque toda la historia de la Iglesia demuestra que esta unión y sujeción mutua es el estado normal de la Iglesia hacia la cual se esfuerza por una ley interior de su ser. Si es necesario que un cristiano deba estar sujeto a otros cristianos; no es menos necesario que una Iglesia deba estar sujeta en el mismo espíritu, en la misma medida, y por las mismas razones, a otras iglesias.
Hemos completado nuestra exposición del presbiterianismo. Debe ser visto por cada uno que no es un invento de hombre. No es un marco externo, sin relación con la vida interna de la Iglesia. Se trata de un crecimiento real. Es la expresión externa de la ley interna del ser de la Iglesia. Si enseñamos que el pueblo ha de tener una parte sustantiva en el gobierno de la Iglesia, no es simplemente porque consideramos que es saludable y conveniente, sino porque el Espíritu Santo habita en el pueblo de Dios, y le da la capacidad y otorga el derecho para gobernar. Si enseñamos que los presbíteros son los oficiales permanentes más altos de la Iglesia, es porque esos dones por los que los apóstoles y profetas estuvieron por encima de los presbíteros, de hecho, cesaron. Si enseñamos que las distintas congregaciones de los creyentes no son independientes, es porque la Iglesia es, de hecho, un solo cuerpo, todas las partes de las cuales son mutuamente dependientes.
Si esto es así –si hay una forma exterior de la Iglesia que se corresponde con la vida su interior, una forma que es la expresión natural y el producto de esa vida– entonces esta forma debe ser la más propicia para su progreso y desarrollo. Los hombres pueden, por medio del arte, hacer que un árbol crezca en toda forma fantástica que un gusto pervertido pueda elegir. Pero es en sacrificio de su vigor y productividad. Para llegar a su perfección, debe dejarse desarrollar de acuerdo a la ley de su naturaleza. Lo mismo sucede con la Iglesia. Si las personas poseen los dones y gracias que las califican y les dan derecho a participar en el gobierno, entonces el ejercicio de este derecho tiende al desarrollo de los dones y las gracias, y la negación del derecho tiende a su depresión. En todas las formas de despotismo, ya sea civil o eclesiástico, el pueblo se encentra degradado; y en todas las formas de la libertad bíblica, está proporcionalmente elevado. Todo sistema que exige la inteligencia tiende a producirla. Todo hombre siente que una de las mayores ventajas de nuestras instituciones republicanas no es sólo que tienden a la educación y la elevación del pueblo, sino que el buen funcionamiento de ellas, que demandan la inteligencia popular y la virtud, hace necesario que se dirija un esfuerzo constante para la consecución de ese fin. Como las instituciones republicanas no pueden existir entre los ignorantes y viciosos, así el presbiterianismo debe encontrar a gente ilustrada y virtuosa, o que hacer que lo sean.
Es la combinación de los principios de libertad y orden en el sistema presbiteriano, la unión de los derechos de las personas con sujeción a la autoridad legítima, que ha hecho de él el padre y guardián de la libertad civil en cualquier parte del mundo. Esto, sin embargo, simplemente es una ventaja adicional. La organización de la Iglesia tiene propósitos más altos. Está diseñado para la extensión y establecimiento del Evangelio, y para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y el conocimiento del Hijo de Dios; y su régimen debe ser el más adecuado para este fin, que es más afín con la naturaleza interior de la Iglesia. Es sobre esta base que descansa nuestra preferencia por el presbiterianismo. Nosotros no lo consideramos como una hábil producción de humana sabiduría, sino como una institución divina, fundada sobre la Palabra de Dios, y como el producto genuino de la vida interna de la Iglesia.
1Este punto es tratado extensamente por Turrettin, en su capítulo, De Jure Vocationis. Él prueba que el derecho a llamar y designar a los ministros pertenece a la Iglesia entera: “1. Quia data est eccclesiis potestas clavium. He quotes Tostatus, who, he says, proves by various arguments, “Claves datas esse toti ecclesiæ, atque adeo jus illarum exercedarum ad eam primario et radicaliter pertinere, ad alios vero tantum secundario et participative. 2. Idem probatur ex jure ministerii, quod ecclesiæ competit. 3. Ex jure superioritatis. Quia auctoritas et jus actionis ad superiorem, non ad inferiorem pertinet. At ecclesia est superior pastoribus, non pastores ecclesiæ. 4. Ex probatione doctorum. Quia ad illum pertinet jus vocandi, cujus est discernere doctores a seductoribus, probare sanam doctrinam, vocem Christi a voce pseudapostolorum distinguere, alienum non sequi, anathematizare eos qui aliud evangelium prædicant. 5. Ex praxi apostolorum. 6. Ex ecclesia primativa”. Gerhard, el gran teólogo luterano del siglo XVII, enseña la misma doctrina. Tomus xii. P. 85. “Cuicunque claves regni cœlorum ab ipso Christo sunt traditæ, penes eum est jus vocandi ecclesiæ ministros. Atqui toti ecclesiæ traditæ sunt a Christo claves regni cœlorum. Ergo penes totam ecclesiam est just vocandi ministros. Propositio confirmata ex definitione clavium regni cœlorum. Per claves enim potestas ecclesiastica intelligitur, cujus pars est jus vocandi et constituendi ecclesiæ ministros.” Él cita Augustin, lib. I. De doctrina Christ, cap. 18: “Has claves dedit ecclesiæ suae, ut quæ solveret in terra, soluta essent in coelo, et quæ ligaret in terra, ligata essent in coelo.” En los Artículos de Smacalda se dice—“Ad hæc necesse est fateri, quod claves non ad personam unius certi hominis, sed ad ecclesiam pertineant, ut multa clarissima et firmissima argumenta testantur. Nam Christus de clavibus dicens, Matt. Xviii. addit: ubi cunque duo vel tres consenserint super terram etc Tribuit igitur principaliter claves ecclesiæ, et immediate; sicut et ob eam causam ecclesia principaliter habet jus vocationis”.—Hase, Libri Symbolici, p. 345. Ubicunque est ecclesia, ibi est jus administrandi evangelii. Quare necesse est, ecclesiam retinere jus vocandi et ordinandi ministros. Et hoc jus est donum proprie datum ecclesiæ, quod nulla humana auctoritas ecclesiæ eripere potest.—Ibid p. 353. ↵
2Sherlock en Nature of the Church, p. 36. ↵
3 “Certes ex pastorum superb a nata est haec tyrannis, ut quae ad communem totius ecclesiae statum pertinent, excluso populo, paucorum arbitrio, ne dicam libidini, subjecta sint”—Calvin en Acts xv.22. ↵
_________Artículo traducido por el
Dr. Jorge Ruiz Ortiz
Pastor de Iglesia Cristiana Presbiteriana Miranda de Ebro
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